lunes, 28 de noviembre de 2011

EL PANTANO






Aquel verano -¿cómo habría de saber yo que sería el último?- comenzó como el anterior y no había nada que me hiciera presagiar los acontecimientos que se avecinaban y que lo señalarían para siempre como imborrable.
 Mi padre arrojó de cualquier modo el equipaje dentro del coche y las bolsas cayeron desordenadas en el maletero del “2 caballos”. Ahora ya no estaba mi madre para reñirle y colocar cada cosa en su sitio. Por fin nos pusimos en marcha y según nos íbamos acercando al valle  el viento me traía los perfumes del campo, la misma fragancia a lavanda y romero que se desprendía del cabello y el cuerpo de mi abuela al abrazarme  igual que los arcones con ropas limpias al abrirlos nos inundaban con la dulzura de los membrillos. Yo era un niño de ciudad y sin embargo en el pueblo podría adivinar la hora del día con sólo aspirar los olores de la tierra. Por la mañana un frescor de tierra húmeda despierta los sentidos. Después, a pleno sol, los aromas se vuelven tan violentos que aletargan los cuerpos y las mentes. Al atardecer un aliento tibio recorre los prados como una caricia maternal que mitiga mi falsa orfandad. Es el momento en el me dejo caer sobre la hierba y añoro a mi madre ausente. 
-¡Hijo, qué delgado estás! ¡Claro, no comerás pan de cristiano...!
Ese era el saludo de mi abuela en cuanto me veía entrar en la casa,  mientras un brillo semejante al rocío le temblaba en las pestañas.
-         ¿Papá, es que los moros comen un  pan diferente? ¿Y los judíos?
-         Anda, anda, no hagas caso. Son “decires” de la abuela.
           Ella, ajena al comentario, seguía cortando rebanadas de pan de la hogaza dorada y crujiente que luego  me  ofrecía untadas con mantequilla y miel junto a un tazón de leche recién ordeñada.
-Come, hijo, come mucho. A ver si te dura para el invierno.
Me acordaba entonces de la fábula de la cigarra y la hormiga e imaginaba mi estómago como un enorme almacén, como una gran galería subterránea con celdillas a lo largo de sus paredes rebosando alimentos.
        Aquel verano -¿cómo habría de saber yo que sería el último?-  había una quietud rara en el gallinero, un silencio extraño en los establos, una ausencia de vida en el corral
        - Abuela ¿dónde están las vacas?
        -Ese es otro cantar-  respondió.
Y como otras veces, me asaltó la duda de si  estaría en sus cabales o el prolongado aislamiento del invierno y la nieve le habrían hecho perder la cabeza. Y es que la abuela hablaba cosas así, sin sentido, como cuando le  decía a mi padre “esa casa tuya es una barca sin timón” y yo me preguntaba cómo era posible que nuestra casa en la ciudad, rodeada de edificios de  ladrillo y cemento, pegada al asfalto,  pudiera ser un barco ( con timón o sin él) . O tal ver era cierto que la casa  era en verdad un barco y mi padre y yo sus únicos tripulantes. Más bien náufragos a la deriva desde que mi madre nos había abandonado.
 Me daba rabia no comprender del todo sus frases porque estaba seguro de que encerraban una sabiduría que yo no alcanzaba a descifrar, quizá porque como ella aseguraba  “ tu aún nos has salido del cascarón”.
Mi abuelo Sixto, por el contrario, era un hombre callado, de palabra escueta y justa. Habituado al silencio de la montaña y a la calma apacible de las vacas asentía con monosílabos a la charla incesante de su mujer. Nunca le vi ocioso. Cuando no estaba atendiendo el ganado o labrando la huerta hacía pequeñas reparaciones en la casa. Era una hermosa casa. Sólida. Construida piedra a piedra con las manos y el amor de quienes iban a habitarla. Entre sus muros había nacido la abuela y allí había parido a sus hijos como antes su madre la había parido a ella. Como la madre de su madre y todas las mujeres que la precedieron habían alumbrado nuevos seres, con el dolor aferrado a los barrotes de las altas camas de hierro. Por eso la casa seguía estando llena de vida a pesar de que las habitaciones se hubieran quedado vacías.
Aquel verano -¿cómo adivinar que sería el último?- encontré a los abuelos empequeñecidos, achicados (¿o era que yo había crecido?). Pronto descubrí que era la congoja  quien encogía sus cuerpos.
Una domingo los tejados de las casas amanecieron poblados por inesperados pájaros que agitaban banderas en lugar de alas. Un desafío de gorriones inermes frente a las poderosas máquinas.
Durante años la ejecución de la presa había quedado en suspenso, igual a una sentencia incumplida, y la pared del embalse, semejante a la tripa de un enorme gigante, atoraba la desembocadura del valle con su barriga de cemento. Mi padre me explicó que era necesaria esa forma para contrarrestar el empuje del agua, pero por entonces el pantano estaba todavía vacío y para mí era una parte más del paisaje.
Las campanas de la iglesia comenzaron a repicar alborotadas y de la torre pendía una sábana blanca con letras negras: ¡NO AL PANTANO!
 El aire se llenó de estallidos de cohetes, como en una fiesta. Todo era griterío y color, sin embargo algunas mujeres comenzaron a llorar, pero las mujeres ya se sabe, lloran en toda ocasión. En las bodas, en los entierros, en los bautizos... En las tristezas y en las alegrías. Cuando les nace un hijo...cuando casan a la hija... cuando acunan al primer nieto entre sus brazos... cuando amortajan a la madre muerta...
De pronto los excavadoras comenzaron a rugir y se tragaron todos los demás ruidos: los sollozos de las mujeres y el tañido de las campanas; las explosiones de los petardos y los chillidos de los niños; el clamor sin sonido de las pancartas y los gritos de  las gentes  que aleteaban en los tejados su desesperación de aves despojadas del  nido.  Se hizo un silencio tan hondo que oíamos el paso de las nubes
Encaramado sobre las tejas de pizarra vi a mi abuelo Sixto confundido entre los muchachos como uno más de ellos. Mezclado con los que pertenecían al valle desde siempre y con aquellos otros que habían llegado de la ciudad empuñando sus banderas de protesta contra el desalojo.
 Un abuelo Sixto desconocido que reclamaba a voces el derecho a seguir manteniendo su ganado, sus tierras,  sus setenta años de vida  en la montaña.
 Un abuelo Sixto irreconocible que braceaba con ademanes violentos para hacer audible su reivindicación, acallada por el  estrepitoso trepidar de las máquinas.
Un abuelo Sixto que vaciló en lo alto del tejado cuando vio avanzar el monstruo articulado, que tal vez se distrajo un momento (o quizá no) que tal vez dio un paso en falso (o quizá no)  y emprendió el vuelo como una golondrina herida.
Mi abuela mantuvo durante horas el cuerpo inerte sobre su regazo, inmóviles los dos. Él por la muerte. Ella por el dolor.  Petrificados en una réplica exacta de la Dolorosa sosteniendo a su  Hijo.
 Sus labios repetían insistentes la misma frase:
 “Perdónalos, Señor porque no saben lo que  hacen”.
Aún hoy, tantos años después, sigo sin comprender “los decires” de mi abuela.

1º Accésit
XI Certamen Literario “IBERCAJA”
Zaragoza, 2008


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