martes, 22 de noviembre de 2011

PERIBAÑEZ




Cuando murió dijeron que lo había matado el orgullo. Que había muerto de un ataque a la vanidad como otros se mueren de un ataque al corazón. Que había fallecido de una insuficiencia manifiesta para soportar la indiferencia después de tantos años de adoración incondicional, mimado por el público y los críticos, premiado por las instituciones.
Yo sostengo que murió de frío, incapaz de resistir la doble desnudez de su cuerpo y de su espíritu.
Puedo afirmarlo sin miedo a equivocarme porque le conocía bien. Todo lo bien que se puede conocer a un hombre con el que se ha compartido el hambre y la zozobra de un oficio precario e inestable. Velos tan sutiles, tan inadecuados para el disimulo, para la ocultación, que dejan al descubierto el alma.

Le vi llegar al café que frecuentábamos los artistas, o por mejor decir, los que pretendíamos serlo y tanteábamos, como ciegos desorientados, desconocidos caminos en busca de la fama. Era un local miserable en cuyas paredes parecía haber quedado detenida la mugre de los que nos precedieron con idénticos afanes. En los muros ennegrecidos por el humo, por la transpiración de los cuerpos –reacios a sumergirse en las bañeras de las heladas pensiones- estaban adheridas también esperanzas y frustraciones. Queríamos creer que aquel café cochambroso era sólo una estación de paso, pero algunos quedaron instalados en él de por vida esperando una oportunidad, un tren que nunca se detuvo ante ellos, mientras otros, más afortunados, llevados por la suerte, habían emigrado hacia lugares consagrados por el éxito y bendecidos por el brillo del dinero. La desesperación de los fracasados ennegrecía aún más el ambiente apestoso de tabaco.

Al principio no le presté atención pero cuando lo hice vi que tenía el cuerpo desmedrado de un escultor de vírgenes y la mirada miope de un filósofo con vocación de poeta. El pelo abundante, crespo e indómito. “Una melena de león para un cuerpo de ratón”- me  dije,  y  la  observación   me hizo sonreír. Luego se me ensombreció la sonrisa a causa de una difusa nostalgia del hogar nacida  al conjuro de la  frase.  La misma  que había hastiado hasta el  infinito los primeros años de mi juventud, repetida con machacona insistencia por mi familia en un intento vano de detener el vuelo de una ambición ya imparable. La ciudad provinciana me negaba los horizontes a los que yo aspiraba.
“Mejor cabeza de ratón que cola de león- me repetían con una cantinela cansina.
La menguada persona de aquel individuo aunaba ambas esencias. Estaba encogido dentro de un gran abrigo gris, o azul, o que quizá alguna vez había sido negro y al que intemperies inclementes y sucesivas le habían dado un tono apizarrado, de igual modo que a nosotros la noche canalla nos comía el color devolviéndonos a la madrugada con la huella cenicienta del insomnio en la piel.
Con aquella indumentaria parecía investido de una entidad ajena, como si el abrigo no fuese suyo, como si hubiera pertenecido a su padre o a un hermano mayor y se lo hubieran cedido confiando en que el cuerpo escuálido acabaría por llenarlo. Literalmente desaparecía dentro de él. Claro que no sólo era una cuestión del tamaño  de la prenda Pronto pude comprobar que era una característica personal, una particular cualidad de anonimato que, a pesar de lo estrafalario de su aspecto, le hacía pasar desapercibido en situaciones habituales: en una plaza, en el metro, en una tertulia. Por eso seguramente no le vi cuando entró en el café barriendo el frío de la calle con los largos faldones del abrigo, arrastrando el invierno entre las mesas y los pies de los parroquianos hasta llegar a la barra y pedir un café. Ahora recuerdo que fue en ese momento cuando le miré, y no antes. Siempre pensé que le había visto abrir la puerta. Y dudar en el umbral. Y enderezar el rumbo hacia el vaho caliente de la cafetera. Y acodarse en el mostrador. Y pedir un café. Pero eso debió de ser más tarde, en días posteriores, cuando ya la amistad nos reunía en los mismos lugares sin mediar el acuerdo de una cita. Al cabo de tantos años me doy cuenta por primera vez con especial claridad de que entonces no miré al hombre que acababa de llegar, sino a la voz que acababa de hablar.
-Esa es la voz que necesito para mi protagonista –comenté en alto- ¡Lástima que ese fulano no dé el tipo.
-Mayor lástima es que no te estrenen la obra ¿no? –dijo alguien con mala baba y una risita burlona.
Cada cual iba con sus cuartillas bajo el brazo y las leía a los contertulios buscando aprobación: novela a medio escribir o ya enviadas a diferentes concurso literarios, piezas de teatro presentadas a los certámenes con la esperanza de su estreno, poesías de contenido social que trataban de arrebatar la flor natural a los poemas amorosos... así que más o menos conocíamos las obras unos de otros.
Únicamente los escultores y los pintores en ciernes no atosigaban a los demás con sus creaciones. Si queríamos ver lo que estaban haciendo había que acompañarlos al “paraíso”, que de ese modo designaban  la buhardilla en la que vivían y trabajaban, por su proximidad con el cielo. El esfuerzo de subir andando las infinitas escaleras ofrecía como estímulo y recompensa el encuentro con alguna muchacha posando desnuda.
El recién llegado debió de oírnos. Cercando el calor de la taza de café con manos delicadas y frágiles, se acercó a nuestra mesa con la mesurada parsimonia con la que un monarca se dirigiría a su trono.
“Soy actor -dijo -. Ando buscando trabajo, pero no conozco a nadie. Hace dos semanas que estoy en Madrid y empieza a faltarme el dinero. ¿No sabéis de algo?... Puedo interpretar cualquier papel”.
“El de Quasimodo”- pensé para mí.
Creo que nos dijo su nombre y que había nacido en algún lugar de las tierras ceñudas y yermas de la alta meseta expuestas a la dureza del cierzo. La evidencia de su inutilidad para el trabajo rudo del campo, junto con la amenaza de la miseria y la religiosidad primitiva de la madre, encaminaron sus pasos hacia el refugio seguro del seminario.
“Pero ese fue un personaje que no supe representar” me confesó cuando la intimidad había encontrado acomodo entre nosotros.

La protección sagrada de los clásicos alivió su hambre en los primeros tiempos. Su conocimiento profundo del teatro del siglo de oro,  su memoria privilegiada que mantenía vivos los textos aprendidos para funciones de estudiantes, le hacían apto para cualquier sustitución. Fue el suplente por excelencia hasta que llegó su primer papel importante como Peribáñez, y con ese nombre comenzamos a llamarle incluso cuando su nombre verdadero encabezaba los carteles.
Un director perspicaz y nada convencional había descubierto su talento. Buscaba un actor. No alguien a la medida de un personaje. No quería a nadie que se pareciera al protagonista sino alguien de quien  no importara el aspecto. Alguien capaz de poner en pie y hacer creíble cualquier invención a base tan sólo de la precisión del gesto, de la modulación de la voz o la variedad de los ademanes. Personajes  sustentados únicamente por el vigor de la inteligencia dramática. Por el arte poco común de transmutarse en otro.
“Peribáñez” sin duda pertenecía a ese linaje y encarnó con igual propiedad personajes de Shakespeare, Bretch, Valle-Inclán, Ionesco, Buero...
Cuando le manifestaba mi asombro contestaba con naturalidad: “No hay nada de extraordinario. Es sencillamente como vestirme y a continuación mirarme en el espejo y encontrar la esencia de mi naturaleza. Los espejos en los que me he mirado han estado siempre vacíos porque yo no los ocupaba. ¡No soy nadie! ¡Nunca he sido nada! Un fracasado proyecto de campesino... La frustrada esperanza de un ministro de Dios que desertó antes de ser ordenado sacerdote... No soy nadie y soy todos y cada uno de los personajes que me prestan cien vidas diferentes. Soy Peribáñez. Y Max. Y Segismundo. Y Hamlet. Y Estragón. Pronunciaba con soberbia y arrogancia el nombre de todos aquellos seres irreales, llenos de peripecias sublimes o detestables a los que había infundido un hálito vital.
Por eso, cuando dejaron de ofrecerle trabajo, volvió a sentir junto a la desnudez de su alma un insoportable vacío y se dejó ir hacia la nada mientras recitaba el último monólogo envenenado ya  con la muerte.


Primer premio
Club de los 60 Castilla y León, 2004



1 comentario:

  1. Por Beatriz Berrocal el PERIBAÑEZ el 21/11/11

    No me ciega la pasión, Soco, tienes una narrativa elegante, regia, rica y que transmite la historia amparada por un vocabulario y unas expresiones que llevan al lector al lugar mismo en el que transcurre la trama. Me ofrezco como presidenta de tu club de fans, porque lo vas a tener, te lo aseguro. Abrazos!!
    (No he querido perder este comentario de Bea, así que lo trascribo aquí. Gracias, Beatriz)

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