lunes, 21 de noviembre de 2011

VALERIA

VALERIA

Aún no había cumplido yo diez años cuando Valeria entró en mi vida. Conocía su nombre de oírselo pronunciar a Alejandro.
“Valeria...” musitaba. Y el silencio que seguía era un vaho tibio, un vapor tenue como el que sale de las infusiones que toma Irene cuando está nerviosa, o intranquila, o desvelada y que la sosiegan como aseguran que apaciguan las caricias demoradas de las madres. (Yo a la mía apenas la recuerdo. Si acaso imágenes aisladas, inconexas, estrellas fugaces en la negrura espesa del olvido: el fulgor de sus ojos cuando  miraba a mi padre... su rostro inclinado sobre el mío antes de dormirme... el olor a lavanda de su piel...)  
    Otras veces su voz era firme, la del muchacho que ya no era. “Valeria...” decía,  y un viento recio dejaba su rastro de tragedia en la estancia.
Mis padres murieron en un accidente de avión. Desde entonces vivo con Irene. Con frecuencia nos visita Alejandro y de vez en cuando se queda a cenar con nosotras, después ellos continúan charlando y yo me adormezco. No le oigo marcharse.
El día amanece con un perfume de azahar que lo inunda todo: las habitaciones, el pasillo, el baño, la cocina en la que ya está Irene preparando el desayuno .para nosotras dos.
Irene es mi abuela. Yo nunca la he llamado “abuela”, ni “yaya”, ni “tata”, ni ninguno de esos nombres como de  caramelo que paladean otros niños. Para mí es simplemente “Irene “, igual que lo fue para mi madre.
-Te vas a quedar con Irene una semana, cariño. Papá y yo vamos a una isla maravillosa pero volveremos pronto.
No volvieron.
 Después del accidente Irene fue a recoger mis cosas.
Una tarde Alejandro se presentó en nuestra casa trayendo a Valeria. Busqué en su expresión una muestra de afecto pero no encontré más que la blandura apagada de los ojos, dos lagos cenicientos en los que habían dejado de nadar los recuerdos, y sin saber por qué pensé “Valeria”..., “Valeriana”... La quietud de su mirada me causaba el efecto sedante de una tisana.
Comenzamos a vivir los cuatro juntos. Los domingos íbamos a misa de doce. Antes de salir Irene se maquillaba discreta y apresurada, luego trenzaba mi pelo y a continuación se ocupaba del arreglo de Valeria. Yo no comprendía cómo era posible que a una persona adulta hubiera que vestirla y peinarla como a una criatura. Alejandro me explicó que Valeria se olvidaba de lavarse o de calzarse los zapatos para salir a la calle y que por eso la había traído a vivir con nosotras, para que entre todos la cuidáramos.
-Tu aprendes algo nuevo cada día, Sandra, en cambio Valeria extravía los recuerdos. Ha olvidado  incluso su propia vida.
Cuando por fin salíamos íbamos por la acera como si jugáramos “a tapar la calle”. Valeria siempre en medio, entre Irene y Alejandro que la conducían suavemente. Yo, como un barco a la deriva, tan pronto me escoraba de uno u otro lado. En ocasiones Valeria se desasía con energía del brazo de uno de ellos y apresaba mi mano al vuelo. La agarraba con tanta fuerza como si estuviera a punto de  hundirse en aguas pantanosas y yo tenía la extraña sensación de que la sangre de sus venas pasaba a las mías a través de nuestros dedos entrelazados impulsada por un solo corazón.
Después de la misa tomábamos el aperitivo en la terraza de un bar. Algunos amigos de Alejandro se acercaban a saludarnos. Bueno, a Irene y a mí, no. Se dirigían a Alejandro que les respondía con educación y a Valeria que no les respondía de ninguna manera. Eran antiguos colegas de la Universidad que fingían no reparar en nosotras.
Una mañana al despertar noté con angustia la ausencia del perfume azahar en el aire y supe, sin necesidad de que nadie me lo dijera, que  Alejandro había muerto. Irene lloraba  como  no la había visto llorar jamás. Ni siquiera cuando murió mi madre. O acaso yo no lo recordaba. Este pensamiento me llenó de terror  ¿habría perdido la memoria como Valeria?
El desconsuelo de Irene no encontraba final como si sus lágrimas debieran llorar a la vez  su propio desamparo y el de Valeria,  incapaz de expresar dolor.
Valeria continuó viviendo con nosotras varios años más. Se adueñó por completo de nuestro tiempo y de nuestro cariño. Irene le cambiaba los pañales y yo le pintaba las uñas de un rojo escarlata, tal como a ella le hubiera gustado. Cuando murió, Irene me dijo:
-Escúchame bien, Sandra, ya no eres una niña y es preciso que entiendas la verdadera historia de la familia para que conozcas tus raíces y no olvides nunca que la savia que te alimenta está hecha de amor, de renuncias y sufrimientos.
Alejandro y yo nos quisimos siempre. Desde niños. Cuando ni siquiera sabíamos lo que era el amor. Todo estaba preparado para la boda y no quedaba más que señalar la fecha pero la guerra se nos adelantó y decidió por nosotros.
 Alejandro nunca había ocultado sus ideas republicanas ni su lealtad al gobierno elegido en las urnas. Esos fueron sus delitos.
Después de unos terribles días (de los que nunca quiso hablar) lo sacaron, junto a otros prisioneros, del cuartel en el que habían sido torturados. A culatazos les obligaron a subir a los camiones en plena noche y a culatazos les hicieron saltar de ellos en la soledad del campo. De los disparos no hubo otros testigos que la luna. ¡Aquel verano del 36 la tierra dio una abundante cosecha de hombres muertos! Valeria le encontró inconsciente con un disparo en la espalda. Una herida honda, una boca silenciosa clamando justicia. Lo arrastró como pudo hasta el caserío de sus padres  (Va-le-ria... Va-le-ro-sa…) Pasó el tiempo y los cuidados y el miedo le mantuvieron al abrigo. Entretanto Valeria quedó embarazada. ¡No me mires con esa cara de asombro! Cuando crezcas comprenderás que los hombres y las mujeres nos necesitamos mutuamente tanto en la paz como en las guerras. Y la necesidad se hace más apremiante cuando los tiempos son difíciles y el futuro incierto.
 Nadie se lo exigió, pero Alejandro se casó con ella. Después, cuando el miedo dejó de ser una atadura,  regresaron a la ciudad y Alejandro y yo nos encontramos de nuevo.
Fue gracias a Valeria que Alejandro se salvó de una muerte cierta.
Fue gracias a Valeria que recuperé a Alejandro.
 Fue gracias a Valeria que nació tu madre. También tú le debes tu existencia.
- ¿Y el hijo? ¿El hijo que tuvieron?
-No llegó a nacer, pero eso no impidió que Alejandro mantuviera la palabra empeñada.
Miré el rostro definitivamente apacible de Valeria preparada para su cita eterna con Alejandro, libre al fin de las calamidades de este mundo, y volví a sentir aquella  impresión extraña, aquella  lava caliente que corría por mis venas cuando Valeria apretaba con fuerza mi mano.
 Comprendí entonces que era el calor de un fuego nunca extinguido y supe con certeza que yo también había formado parte de su vida.

Irene y yo regresamos del cementerio solas y en silencio.



2º Premio  “Escritura y Memoria”, CCOO
Alicante 2007






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