jueves, 8 de diciembre de 2011

EL GATO TUERTO

 

La noche en  que murió mamá descubrimos el misterio...

pero para entonces habíamos dejado de ser niños.


El gato tuerto paseaba su desdén  por el  espinazo del muro. Sus pasos de terciopelo señalaban la frontera entre las fincas colindantes y su ojo vacío vigilaba ciego los límites de ambas propiedades con la misma fijeza que su ojo sano. Incansable centinela alerta en ronda perpetua sobre la muralla musgosa.
A veces parecía ignorarnos y ni siquiera el ojo ausente nos miraba. Pero otras, cuando caminaba hacia el fondo del jardín y se paraba junto a la cancela herrumbrosa,  clavaba en nosotros el dardo acusador de su pupila amarilla. Allí permanecía mucho tiempo quieto, convertido en una estatua de pelaje negro y brillante,  mirando atento la casa del otro lado de la cancela. Aguardando.
Todos nosotros hacíamos cábalas sobre el origen de su parcial ceguera. Yo creía que era un gato pirata que había cruzado mil mares a bordo de un barco corsario alimentándose de pescado y de los ratones que cazaba en la bodega,  y que finalmente, batiéndose con  bravura en el abordaje de algún navío cargado de riquezas, había perdido un ojo.

 Era un animal hosco y huraño. Montaraz.. Le observábamos de lejos sin arriesgarnos a tocarlo. Si se hubiera dejado, yo le habría puesto sobre la cara  un  trapo negro para cubrirle la negrura de su oquedad. ¡Entonces sí que hubiera resultado un auténtico bucanero! Pero no me atrevía a tocarlo.
Mamá le odiaba y nos tenía prohibido acercarnos a él.
Marta afirmaba con convicción que se trataba de un aristócrata y no de un vulgar ladrón. Lo decía con suficiencia, echando por tierra mis certidumbres
-Con toda seguridad se trata de un noble inglés condenado a vagar eternamente en un cuerpo de animal como castigo por las muchas tropelías cometidas contra sus vasallos ¿no veis cómo nos examina con su monóculo de oro? – Estaba fascinada por  la pupila amarilla del gato - .¡ Parece un lord! 
Pero de Marta no hay que fiarse. Siempre ha sido una fantasiosa.
-¡Bobadas! Eso son bobadas que os inventáis vosotros. Es un gato como los demás –zanjaba  resuelto Raúl-.  Le habrá pasado lo que a todos los gatos, que se habrá peleado con otro cuando “ha ido a gatas”.
Y acentuaba la frase con malicia.
-Todos los gatos andan a gatas –comentaba  inocente Irene.
Ella no aventuraba conjeturas, no le preocupaba  averiguar el origen del infortunio. Sólo se condolía de su desgracia.
- Pobrecito... pobrecito...
Yo sabía lo que Raúl había querido decir porque me había explicado con mucho secreto lo que significaba “ir a gatas”,  aunque jamás habábamos de ello delante de las niñas.            
 Mamá nos habría castigado.

No sé porqué el ojo ausente del gato  me recuerda la mirada de papá. Es una mirada que no ve. O que mira algo que los demás no podemos contemplar. Papá tiene los dos ojos  ¡claro!, pero son unos ojos tristes, silenciosos, como de lluvia. Yo creo que es por eso que nunca nos riñe, porque no ve lo que hacemos. De vez en cuando levanta la cabeza de la lectura y se queda inmóvil observando la casa. No la nuestra, sino la otra,  la que está al otro lado del muro. La que tiene las ventanas cerradas.
Papá dice que el gato tuerto es como las personas.
-Así somos los humanos. Miramos a medias. Por eso nos equivocamos con tanta frecuencia..  Incluso en los acontecimientos más trascendentes de nuestra vida. Siempre de un solo lado. ¡Tuertos también nosotros!.  Nos dejamos deslumbrar por un brillo que no es más que el fulgor del deseo y nuestra mirada ciega equivoca las encrucijadas, ofusca los caminos y terminamos despeñados en el infortunio.
Son cosas que dice papá y que nosotros no entendemos.

A mi me gustaría que los ojos de papá hablasen como lo hacen los del abuelo de Germán cuando vamos a su casa y pone patatas a asar en el rescoldo de las brasas mientras nos entretiene la espera contando peripecias de una guerra muy lejana. Lejana en el tiempo. Lejana en el mapa. En una isla que ya no es nuestra.
-Lo mejor –añora - eran las muchachas de piel canela que sabían a caña de azúcar.
El último resplandor de las brasas se le queda prendido en la mirada como un fuego permanente. 
Sólo Raúl quiere que la historia continúe por esos derroteros. Los demás, no. Los demás preferimos saber detalles de la batalla. Cuántos eran... Qué armas tenían... Cómo fue que perdieron la guerra...
-Yo no perdí la guerra –declara con orgullo- La perdieron ellos. Los que mandaban.
A nuestra casa no viene nadie. Si acaso jugamos con los amigos en el jardín. Jamás dentro de la casa.
 Mamá no lo permite.
 Daría cualquier cosa por tener un abuelo como el de Germán que sabe pescar ranas con un trapo rojo y nos hace tirachinas con las horquetas de las ramas. Que anda siempre con una historia colgada de los labios igual que le cuelga  el pucho del cigarro. Una colilla que no se apaga nunca, inextinguible como su sonrisa.
Mis abuelos son de cartulina mate. Blanca y negra. O quizá un poco marrón. Sepia, creo que le dicen.  Cuelgan de la pared desnuda de la sala. Son los padres de papá.  En casa no se habla mucho de la familia. Ni de la guerra reciente en la que estuvo papá.
En realidad no se habla de casi nada.

 Las vacaciones transcurrieron entre las mañanas en el jardín y los atardeceres en la cocina de Germán.
Volvimos en veranos sucesivos y el gato tuerto continuaba incansable patrullando la pared invadida de maleza .Caminaba hasta  llegar al portillo de hierro que alguna vez había franqueado el paso entre las dos fincas y que ahora sólo el viento osaba traspasar. Allí se detenía, expectante, abarcando con la mirada desigual la casa de las ventanas cerradas.  Pero nosotros habíamos crecido y ya no nos interesábamos por las idas y venidas del gato tuerto. Sólo Irene reparaba en él y repetía “pobrecito... pobrecito...”  Persistía aún  un interés perezoso, el residuo de una curiosidad morbosa por conocer el origen de su mal. Eso era todo.
Además aquel verano trajo una novedad insólita.
 Al día siguiente de nuestra llegada los postigos de las ventanas de la casa cerrada se abrieron levemente y dejaron entrever una ondulación de visillos, como de mar emblanquecido. Ninguna figura se vislumbraba en el interior.

La noche en que mamá se puso repentinamente enferma y llamamos al doctor, que sólo llegó a tiempo de constatar su muerte, el gato pareció enloquecer. Sus maullidos rompieron el aire, desgarraron las nubes y dejaron al descubierto la lividez de la luna cayendo desmayada sobre el tejado de la otra casa.
Una luz también blanca, también pálida, también irreal salía por los postigos entornados. El gato maullaba con desesperación ante la puerta cerrada.
 Sus agudos maullidos hacían la muerte de mamá más sobrecogedora. 
Papá salió del dormitorio trastornado y se dirigió al jardín. Alarmados corrimos tras él. Atónitos e incrédulos le vimos saltar por encima del portillo oxidado, llegarse a la otra casa, derribar la puerta de un empellón y arrojarse sobre un cuerpo yerto.
Un cuerpo como el de mamá,
-pero que no era el de mamá-
y besar un rostro igual al de mamá,
 -pero que no era el de mamá-
y llorar sobre su cara como no había llorado sobre la de  mamá.
El desconcierto nos paralizó en el umbral. Solo Irene se llegó a él y le acarició los cabellos.
- Pobrecito... pobrecito...

El gato tuerto ya no existe. Murió aquella misma noche cuando comprobó que no había esperado en vano y su amoroso celo era ya innecesario.
Tampoco existe el portillo oxidado. Hace años que yo también he cruzado la verja oxidada y mandado tapiar su hueco.

Escribo estos recuerdos en esta casa que siento como mía, con el calor de los retratos que pueblan las paredes y me hablan de un pasado que no fue...  Me gusta sentarme en esta sala, al  pie de la ventana, en el mismo sillón de cretona descolorida en el que solía sentarse tía Julia con el gato ronroneando en su regazo.
 El mismo sillón en el que esperaba ilusionada a papá cada tarde para proyectar un futuro común.
El mismo sillón sobre el que tía Julia se dobló, vencida sobre sí misma, (clavando involuntariamente la aguja de tejer en el ojo del gato) cuando su hermana gemela le anunció que iba a casarse con papá.



1º Premio
XX “IMÁGENES DE MUJER”
Ayto.  de León, 2009




2 comentarios:

  1. Me gustó cuando ganaste el premio, y ahora que he vuelto a leerlo, me sigue gustando. ¡¡Yo quiero escribir así!!
    Para mí, has sido un descubrimiento como escritora, espero que todos los lectores que te estarán descubriendo ahora lo disfruten tanto como yo. Abrazos, Soco, eres increíble.

    ResponderEliminar