domingo, 4 de diciembre de 2011

LA GLORIA DEL HÉROE


        

     Podría ser otro. Podría muy bien haber sido otro. Por ejemplo el individuo taimado que dobla esquinas de niebla, atraviesa la bruma y no es más que una sombra dentro de las sombras, un cuerpo de humo espiando amores adúlteros, pasiones secretas, piedras de lava encendidas como rubíes que surgen de pechos culpables y que él recoge sin abrasarse con sus manos de hielo. Luego las extiende ante su cliente con el mismo primor con que el que un joyero exhibiría sus más preciadas alhajas.

 

        O podría ser el otro. El marido engañado. El hombre emprendedor, poderoso enérgico, hecho a sí mismo. El hombre ocupado en levantar un imperio mientras la felicidad se le derrumba sin estrépito. Inactivo ahora, atenazado por la sospecha, entorpecido por las dudas. El hombre paralizado que recobra al fin el movimiento, alza el brazo hacia el teléfono y marca un número con dedos temblorosos. (él, que no tiembla jamás; él, a quien nunca le tiemblan las manos, ni las palabras, ni las decisiones; él, a quien jamás le ha temblado la conciencia) y orbaya sobre el aparato una voz afligida de convaleciente o desamparado. Una voz sin regreso, puesto que no es la suya, la de todos los días, la de los negocios, la del fraude, la del lucro sin escrúpulos, y por eso se le adelgaza a través del hilo, y los oídos del detective sólo perciben un rumor leve de lluvia vencida. 
-¡Bah! Un cobarde al que le asusta solventar su propios problemas.- juzga Martínez.


        Mejor convertirse en el sujeto, rudo, visceral, primitivo que encara sin miedo la vida y resuelve por sí mismo sus propios conflictos, sin mediar palabra con nadie, sin la colaboración de extraños. Sí, preferible ser ese fulano envenenado por los celos, que salta a un bote y rema ofuscado hasta el costado del yate fondeado en la bahía, trémula luciérnaga marina. Escuchar las voces, las risas, la orquesta. Imaginar a la infiel en brazos del seductor, ondulando al compás de la música igual que bailaría  una sirena sobre su único pie de plata...
Podría ser él cuando se cala el pasamontañas, con los ojos asomados a la muerte presagiada, aún por acontecer...
Podría ser él cuando acaricia el metal frío del revolver... Podría ser él cuando arroja un garfio sobre los barrotes de cubierta y escala el casco del barco...
-Pero entonces, no...No...Entonces ya no puedo ser él –se dice Martínez-.Yo soy un pobre tipo que sufre de vértigo ( y de otras muchas cosas) y ahora tengo que ir al baño porque me ha venido una náusea, un vahído, una flojera que no sé decir si me nace del miedo a la altura (al final no he sido capaz de trepar al barco) o del vértigo de lo inalcanzable.
        -¿Otra vez, Martínez?
Y es que cada vez me sucede con más frecuencia, por eso pienso que este malestar, esta desazón, brota del ansia de lo imposible, del vértigo del anhelo. De la angustia de lo inalcanzable.
        El encargado sigue al acecho, cancerbero de mis fantasías, vigilando constantemente mis movimientos y mis ausencias.
           -¿Otra vez, Martínez?
        -No me encuentro bien –digo a modo de excusa mientras tanteo en el bolsillo del pantalón en busca de un revólver imaginario. (Si tuviera aquí el arma te ibas a enterar, ¡cabrón!)
        -Bueno, pues a ver si nos espabilamos, que ese pedido ya tenía que haber salido.
        Siempre ocurre lo mismo y no está en mi voluntad evitarlo. ¡Qué más quisiera yo! Apenas imprimen una nueva novela me nacen las quimeras. ¿Recuerdan aquel personaje de Cortázar que vomitaba conejitos? Pues algo parecido es lo que a mí me sucede.  Me basta con echar un vistazo a la portada sobre la que brilla la gloria de los héroes, la sonrisa de los triunfadores,  para que de inmediato me ascienda por el estómago una náusea, un vómito, un rechazo a la grisura de lo cotidiano. De la boca me surge una burbuja irisada y perfecta que contiene en su interior un mundo insólito. Una pompa de jabón tentadora y frágil en la que me adentro con una identidad recién estrenada. Es entonces cuando comienzo a ser “el otro”: El detective... El amante despechado... El guerrero invencible coronado de laureles y bendecido por los dioses... El alquimista recóndito en busca de la piedra filosofal... El apuesto don Juan amado por bellas mujeres ... 
-¿Otra vez, Martínez?
hasta que la voz del encargado me llega desde otra dimensión, desde otra orilla y la burbuja hace “plaff”, me revienta en la cara y ya no soy ni héroe ni villano, sino un pobre tipo apocado que padece de próstata y a cada rato tiene que ir al servicio y ausentarse de su puesto en la editorial donde trabaja sepultando historias fascinantes en prosaicos ataúdes de cartón.
        Vuelvo a ser un pobre diablo que transita por el filo de la desesperanza y la costumbre. Un ser inútil que nunca atina con el momento ni el lugar oportunos, (“quítate de ahí, hombre, ¿no ves que estoy fregando?” - le grita su mujer -) que no ha acertado con la suerte, que ha errado con la vida.
 Porque la vida es -¡tiene que ser!- otra cosa y no estar todo el santo de día empaquetando sueños sin ocasión de hacerlos realidad... Ni enterrar aventuras en embalajes cerrados sin oportunidad de vivirlas... Ni las historias repetidas hasta el hastío que cuentan los amigos en el bar y que él escucha acodado en la barra, apuntalando el tedio. Y luego...
(“¿pero se puede saber dónde te has apoyado?...¡mira qué lamparón traes en la manga!”)
        Si al menos una vez, ¡una sola vez!, pudiera escapar de esta piel a la que está cosido por dentro,,,,! Con éste y similares pensamientos las náuseas le torturan continuamente. El médico –¡qué saben los médicos!- le ha dicho que no tiene nada.
- Los nervios -diagnosticó. Y le recetó unas píldoras rosadas.
        La editorial va mal, muy mal. Eso es lo que repite sin cesar el encargado, pero  Martínez cree que es al contrario, va bien,  pero que muy bien, sino a santo de qué se iban a gastar un dineral en sustituir las máquinas antiguas por otras más modernas. El director de recursos humanos les ha llamado a su despacho, a él y a otros tres operarios, los cuatro más veteranos, lo que equivale a decir los cuatro más viejos, y  les ha ofrecido (¿impuesto?) la prejubilación.
        -Mi consejo es que acepten. Nadie puede predecir por cuánto tiempo la empresa podrá mantener esta  oferta. El mercado es cada día más competitivo.
        Así que ahora o nunca debieron de pensar los cuatro al unísono.
Se organizó una cena de despedida ( de “despedidos” para ser exactos) durante la cual los jefes simularon un pesar que no sentían y se apresuraron a retirarse después del consabido discurso, apenas acabados los postres. Los compañeros siguieron bebiendo y abrazándoles con una efusividad de borrachos. Sólo así se explicaba Martínez este repentino afecto que nunca antes le habían demostrado. Alguien propuso rematar la fiesta en un club de las afueras, uno de esos corralones, venidos a más, transformados en “club” cosmopolita gracias a los rasgos exóticos de las prostitutas. Aunque en lo esencial continuaran siendo los mismos cubiles apresuradamente blanqueados con la cal rojiza de los neones a los que él miraba con cierta aprensión cuando regresaba del pueblo con la mujer y los hijos, acelerando el “seiscientos” para huir lo más rápidamente posible de la tentación del pecado.
Quizá estaba demasiado bebido. O triste. O frustrado que tal vez venga a ser todo lo mismo. Acaso fue por eso, por esa tristeza infinita de la nada que me subía a la garganta  (y que no era un conejito de piel suave sino un gatazo enorme desgarrando las fibras del alma), por esa desolación, digo, le conté a la puta toda mi verdad. Las palabras caían borrosas y lentas como una lluvia de confeti al final de una fiesta amarga y la chica las iba atesorando en el pozo azul de sus ojos al que yo me incliné para medir la hondura de mi soledad en su profundidad celeste.
 Ella intentó animarme.
- La vida es más fácil para los hombres, sobre todo si tienen dinero (¿habría hecho yo algún alarde estúpido?... no lo recordaba). Puedes viajar y detenerte cada día en un lugar diferente. Será como estrenar el mundo todas las mañanas.
- No  te creas que soy rico –recogí velas prudentemente-.
- Para eso no hace falta mucho dinero. Basta con tener libertad- dijo-
Y su sonrisa quedó cautiva de algún sueño.
- Un cliente me contó fastidiado (era vendedor y estaba harto de andar de un lado para otro) que una pareja tuvo la ocurrencia de pasarse un mes entero ¡fíjate bien, un mes entero!, recorriendo una autopista de Francia sin salir nunca de ella ni siquiera para comprar, que eran los amigos los que les llevaban frutas y alimentos. Ya ves tu qué idea. Pues parece que lo pasaron muy bien y hasta escribieron su viaje en un libro, así que algo interesante verían, pienso yo.
-Yo también he estado en Francia –presumí.
No añadí nada más, claro. Yo no había ido como tantos otros, como Esteban, por ejemplo, que había viajado a Hendaya hacía casi treinta años para ver “El último tango” y todavía al día de hoy  seguía contando los pormenores en la barra del bar hasta aburrirnos. No, yo no había ido como Esteban. Yo había acompañado a mi mujer a Lourdes en una excursión reciente, organizada por la parroquia.
Ella me dijo que había salido de su país para venir a España con la promesa de un trabajo. Me contó que era puericultora que “es el arte de  cuidar y querer a los niños sin haberlos parido” explicó con sencillez. Me habló de una aldea de nombre impronunciable, de valles umbríos y montañas blancas. ¿Por qué de pronto su voz adquirió el timbre argentino de las campanitas que mi madre colgaba en la puerta por Navidad en señal de bienvenida?
-Daría cualquier cosa por volver a ser la que fui –me dijo con añoranza.
-Daría cualquier cosa por dejar de ser el que soy –le respondí con melancolía.
Bajo las sábanas nuestros fracasos se fundieron y alumbraron la esperanza.
        Acordamos que ella saldría antes del amanecer, amparada por la oscuridad, y me esperaría en el bosquecillo cercano. Minutos después yo la seguiría.. Lo cierto es que me demoré más de lo previsto porque el chulo se había obstinado en seguir respirando y a mi ya empezaban a dolerme los dedos por el esfuerzo y la impaciencia. Luego me deslicé pegado al muro trasero y corrí hacia los pinos. En el aparcamiento, ante la fachada del tugurio quedó el seiscientos aguardando en vano mi salida.
El camionero se detuvo engolosinado cuando la chica salió a la calzada y levantó el brazo pero enseguida arrugó el ceño cuando me vio aparecer a su lado. Con todo era un buen tipo y nos hizo sitio en a cabina. Después, cuando descendimos del camión, su mirada envidiosa clavó un dardo delicioso en mi espalda. Nadie me había envidiado hasta entonces. Nadie... Nunca... Jamás... Por nada.
        -¿Sabrás llegar? – me preguntó cuando compramos la furgoneta en el mercado de ocasión al que nos había acercado el camionero (decididamente era un buen tipo).
 Ella confiaba en mi y yo no quería mentirle pero ¿cómo admitir que el camino de mi vida habían sido tortuosas sendas a ninguna parte? ¿cómo confesar que había equivocado todas las encrucijadas? Ni siquiera ahora estaba seguro de que este arriesgado intento no desembocara también en el fracaso No podía ni quería mentirle.
-Preguntando se llega a Roma-  me evadí.
        -¿A Roma? ¿Me vas a llevar a Roma?
        Un entusiasmo infantil aniñó todavía más sus rasgos delicados. Más aún que cuando duerme confiada a mi lado y la luz de la luna vuelve su rostro transparente e irreal y yo creo estar soñando y espero angustiado la voz del encargado: “¿otra vez, Martínez?”
        -¿A Roma?- repitió con un decaimiento en la voz – No tengo documentación.
Del bolsillo de la chaqueta saqué el pasaporte con la cara adolescente de Nadia. (Nadia. Se llama Nadia. Reparé en que hasta ese momento había ignorado su nombre)  Me había llevado varios minutos encontrarlo en el desorden del cuartucho desde el que proxeneta controlaba su mercancía humana.
        Atravesamos el país y nos dirigimos al este. Siempre hacia el este. Al encuentro de los valles umbríos y de las nevadas cumbres. De vez en cuando nos alojábamos en un hotel respetable que le permitiera a Nadia olvidarse de la sordidez del prostíbulo, pero ella aseguraba que le hacía más feliz dormir en la furgoneta como si también nosotros fuéramos a escribir un libro.
Mojones de algodón jalonaban  la autopista infinita del cielo y los pájaros describían en el aire la esperanza de un camino.
Nubes y aves fueron nuestros guías.



II

La cárcel Eso fue lo que encontró a su regreso. La cárcel y los lamentos de su mujer. Adivinaba sus reproches y sus quejas escupidas con rencor una a una y sentía los salivazo del desprecio en el rostro aunque su mujer no estuviera presente, aunque no le hubiera visitado  en la prisión. Imaginaba su premioso quehacer en la casa limpiando lo ya pulcro, colocando lo ya ordenado, estérilmente atareada, como solía hacer cuando algo la contrariaba.
        -¡Qué desgracia, Señor, qué desgracia!- repetiría ante los hijos, vejados a su vez por el oprobio- Haber pasado la vida entera al lado de un incapaz, un inútil, siempre callado, siempre ensimismado, siempre meditabundo, ¿cómo iba yo a sospechar que sus mutismos cobijaran maldades? ¡Ojalá no hubiera vuelto nunca! ¡Ojalá se hubiera perdido por uno de esos países extraños y  nos ahorrara a todos la vergüenza de su crimen!
Presentía sus palabras, oxidadas por los agravios antiguos, afiladas por el ultraje reciente, supurando odio. También ella había sido una víctima de la frustración. Resignada en el pasado, feroz e hiriente ahora.
Sintió una vaga piedad que sin embargo no le trajo el arrepentimiento. ¿Qué importaba su desprecio? ¿Qué importaba la cárcel? ¿Qué importaba nada...?
¡Su sueño cumplido! Su destino de héroe -siempre aplazado, siempre pospuesto- ¡ realizado al fin! Eso era lo realmente valioso.
El pobre diablo, el ser anodino, el tipo apocado que forjaba aventuras imposibles, había consumado la hazaña de arrebatar a la princesa de las garras del dragón y devolverla a su castillo de montañas blancas y valles umbríos.
Un rayo de sol burla la clausura de las rejas
y corona la cabeza del héroe con un halo de gloria.
  

1º Accésit
IX Certamen Literario UDP
Madrid, 2009


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