lunes, 28 de noviembre de 2011

EL PANTANO






Aquel verano -¿cómo habría de saber yo que sería el último?- comenzó como el anterior y no había nada que me hiciera presagiar los acontecimientos que se avecinaban y que lo señalarían para siempre como imborrable.
 Mi padre arrojó de cualquier modo el equipaje dentro del coche y las bolsas cayeron desordenadas en el maletero del “2 caballos”. Ahora ya no estaba mi madre para reñirle y colocar cada cosa en su sitio. Por fin nos pusimos en marcha y según nos íbamos acercando al valle  el viento me traía los perfumes del campo, la misma fragancia a lavanda y romero que se desprendía del cabello y el cuerpo de mi abuela al abrazarme  igual que los arcones con ropas limpias al abrirlos nos inundaban con la dulzura de los membrillos. Yo era un niño de ciudad y sin embargo en el pueblo podría adivinar la hora del día con sólo aspirar los olores de la tierra. Por la mañana un frescor de tierra húmeda despierta los sentidos. Después, a pleno sol, los aromas se vuelven tan violentos que aletargan los cuerpos y las mentes. Al atardecer un aliento tibio recorre los prados como una caricia maternal que mitiga mi falsa orfandad. Es el momento en el me dejo caer sobre la hierba y añoro a mi madre ausente. 
-¡Hijo, qué delgado estás! ¡Claro, no comerás pan de cristiano...!
Ese era el saludo de mi abuela en cuanto me veía entrar en la casa,  mientras un brillo semejante al rocío le temblaba en las pestañas.
-         ¿Papá, es que los moros comen un  pan diferente? ¿Y los judíos?
-         Anda, anda, no hagas caso. Son “decires” de la abuela.
           Ella, ajena al comentario, seguía cortando rebanadas de pan de la hogaza dorada y crujiente que luego  me  ofrecía untadas con mantequilla y miel junto a un tazón de leche recién ordeñada.
-Come, hijo, come mucho. A ver si te dura para el invierno.
Me acordaba entonces de la fábula de la cigarra y la hormiga e imaginaba mi estómago como un enorme almacén, como una gran galería subterránea con celdillas a lo largo de sus paredes rebosando alimentos.
        Aquel verano -¿cómo habría de saber yo que sería el último?-  había una quietud rara en el gallinero, un silencio extraño en los establos, una ausencia de vida en el corral
        - Abuela ¿dónde están las vacas?
        -Ese es otro cantar-  respondió.
Y como otras veces, me asaltó la duda de si  estaría en sus cabales o el prolongado aislamiento del invierno y la nieve le habrían hecho perder la cabeza. Y es que la abuela hablaba cosas así, sin sentido, como cuando le  decía a mi padre “esa casa tuya es una barca sin timón” y yo me preguntaba cómo era posible que nuestra casa en la ciudad, rodeada de edificios de  ladrillo y cemento, pegada al asfalto,  pudiera ser un barco ( con timón o sin él) . O tal ver era cierto que la casa  era en verdad un barco y mi padre y yo sus únicos tripulantes. Más bien náufragos a la deriva desde que mi madre nos había abandonado.
 Me daba rabia no comprender del todo sus frases porque estaba seguro de que encerraban una sabiduría que yo no alcanzaba a descifrar, quizá porque como ella aseguraba  “ tu aún nos has salido del cascarón”.
Mi abuelo Sixto, por el contrario, era un hombre callado, de palabra escueta y justa. Habituado al silencio de la montaña y a la calma apacible de las vacas asentía con monosílabos a la charla incesante de su mujer. Nunca le vi ocioso. Cuando no estaba atendiendo el ganado o labrando la huerta hacía pequeñas reparaciones en la casa. Era una hermosa casa. Sólida. Construida piedra a piedra con las manos y el amor de quienes iban a habitarla. Entre sus muros había nacido la abuela y allí había parido a sus hijos como antes su madre la había parido a ella. Como la madre de su madre y todas las mujeres que la precedieron habían alumbrado nuevos seres, con el dolor aferrado a los barrotes de las altas camas de hierro. Por eso la casa seguía estando llena de vida a pesar de que las habitaciones se hubieran quedado vacías.
Aquel verano -¿cómo adivinar que sería el último?- encontré a los abuelos empequeñecidos, achicados (¿o era que yo había crecido?). Pronto descubrí que era la congoja  quien encogía sus cuerpos.
Una domingo los tejados de las casas amanecieron poblados por inesperados pájaros que agitaban banderas en lugar de alas. Un desafío de gorriones inermes frente a las poderosas máquinas.
Durante años la ejecución de la presa había quedado en suspenso, igual a una sentencia incumplida, y la pared del embalse, semejante a la tripa de un enorme gigante, atoraba la desembocadura del valle con su barriga de cemento. Mi padre me explicó que era necesaria esa forma para contrarrestar el empuje del agua, pero por entonces el pantano estaba todavía vacío y para mí era una parte más del paisaje.
Las campanas de la iglesia comenzaron a repicar alborotadas y de la torre pendía una sábana blanca con letras negras: ¡NO AL PANTANO!
 El aire se llenó de estallidos de cohetes, como en una fiesta. Todo era griterío y color, sin embargo algunas mujeres comenzaron a llorar, pero las mujeres ya se sabe, lloran en toda ocasión. En las bodas, en los entierros, en los bautizos... En las tristezas y en las alegrías. Cuando les nace un hijo...cuando casan a la hija... cuando acunan al primer nieto entre sus brazos... cuando amortajan a la madre muerta...
De pronto los excavadoras comenzaron a rugir y se tragaron todos los demás ruidos: los sollozos de las mujeres y el tañido de las campanas; las explosiones de los petardos y los chillidos de los niños; el clamor sin sonido de las pancartas y los gritos de  las gentes  que aleteaban en los tejados su desesperación de aves despojadas del  nido.  Se hizo un silencio tan hondo que oíamos el paso de las nubes
Encaramado sobre las tejas de pizarra vi a mi abuelo Sixto confundido entre los muchachos como uno más de ellos. Mezclado con los que pertenecían al valle desde siempre y con aquellos otros que habían llegado de la ciudad empuñando sus banderas de protesta contra el desalojo.
 Un abuelo Sixto desconocido que reclamaba a voces el derecho a seguir manteniendo su ganado, sus tierras,  sus setenta años de vida  en la montaña.
 Un abuelo Sixto irreconocible que braceaba con ademanes violentos para hacer audible su reivindicación, acallada por el  estrepitoso trepidar de las máquinas.
Un abuelo Sixto que vaciló en lo alto del tejado cuando vio avanzar el monstruo articulado, que tal vez se distrajo un momento (o quizá no) que tal vez dio un paso en falso (o quizá no)  y emprendió el vuelo como una golondrina herida.
Mi abuela mantuvo durante horas el cuerpo inerte sobre su regazo, inmóviles los dos. Él por la muerte. Ella por el dolor.  Petrificados en una réplica exacta de la Dolorosa sosteniendo a su  Hijo.
 Sus labios repetían insistentes la misma frase:
 “Perdónalos, Señor porque no saben lo que  hacen”.
Aún hoy, tantos años después, sigo sin comprender “los decires” de mi abuela.

1º Accésit
XI Certamen Literario “IBERCAJA”
Zaragoza, 2008


viernes, 25 de noviembre de 2011

ISLA DE SAL

ISLA DE SAL
 
Al alba busqué,
desde las sombras,
el camino.
Anduve entre rastrojos
Lastimados los pies
De cargar con mi vida
Y mis despojos
A través de las tierras en sequía.

El sol del mediodía
Había madurado los frutos
De mi huerto
Cuando mi senda
Se cruzó con tu sendero.

Quise acompañarte
En tu andadura
Quise juntar tu mano con la mía
Con el único afán
De estar contigo
De compartir tu pan
Tu trabajo
Y tu alegría

 Otras manos
Retuvieron las nuestras

El camino se quebró
En una redonda isla
De sal
Y de tristeza


"Cuadenos al Mediodía"

TU RISA

TU  RISA

No hay nada en ti más triste
Que la risa
Estalla tu carcajada
En el aire
Como un cántaro se estrella contra el suelo
Sembrándolo de añicos.
Sabe cada retazo
A barro no cocido,
A tierra atormentada,
A soledad,
A campo frío.

Sé que si un sol
Calentara la arcilla ocre de tu risa,
Fabricarías adobes de ilusiones y construirías
Un hermoso castillo

Ríe tu voz
Como una granada heredada de la guerra
Llenando los oídos
De sangre y de metralla.

Jamás ha sido tu risa una campana.
Si acaso,
El ronco bordón de una guitarra.
Contumaz
Persistente,
Doloroso....
Que acompaña tus horas
Como a otros
Les acompaña una serena alegría.

Me llenan de gozo
Tus ojos,
Cálidos, como el tabaco
O el café recién molido.
 Y me colma de tristeza
Oír tu carcajada viajar
De la garganta a las afueras de ti mismo.
Y vibrar.
Y chocar con las paredes de tu cárcel.
Y no ser más que una rota
escala discordante.


"Cuadernos al Mediodía"




CARTA PARA HASSAN




 
Mi amado Hassan
He soñado con piedras que caían sobre mi cabeza, y con voces sin rostro que gritaban mi nombre y lo cubrían de insultos.
Al amanecer me he sorprendido de hallarme viva, ¡gracias sean dadas a Alá, el Misericordioso!
Temo que un día la inclemencia de los jueces convierta en realidad la pesadilla de esta noche y de tantas otras noches, pero antes de que esto ocurra quiero abrir para ti mi corazón igual que cada tarde te abro mi cuerpo para que penetre en él tu lluvia de hombre que me hace florecer por dentro,
¡Alá sea loado!
Son palabras que nunca te dije porque cada vez que subían a mi boca la encontraban sellada con tus besos.
Alá, el Sabio, dispuso que ambos naciéramos la misma noche de luna llena. Los gemidos de nuestras madres traspasaron los muros de sus casas y se fundieron en un único lamento como si un solo ser fuera alumbrado.
Y así fue porque tu y yo somos uno.
Crecí viendo cómo tus brazos - esos brazos con los que me rodeas cada tarde- cobraban fuerza y vigor, mientras tus manos inexpertas seguían, bajo la penumbra cómplice de las higueras, la transformación de mis pechos de niña en el seno amoroso que hoy te acoge.
Alá, el Todopoderoso, en sus oscuros designios permitió que mi padre me entregara como esposa a un hombre reseco ya por los años, como un árbol sin savia, quien incapaz de satisfacer la violencia de su deseo, descarga sobre mí la furia de su frustración
Mi amado Hassan, sé que un día la rigidez de unas leyes que nunca dictó Alá, el Justo, nos alcanzará y se abatirá sobre nosotros la crueldad de los hombres. Pero yo no sentiré el escozor de las piedras al rasgarme la carne. Mi cuerpo se estremecerá de dolor con cada latigazo, con cada azote que restalle sobre tu espalda
Y cuando postrado en la cama sientas el consuelo del aire sobre tu piel desnuda, no será el céfiro de la noche sino el soplo de mis labios que llega del más allá para aliviar el dolor de tus heridas, porque yo te seguiré amando después de muerta.
Tuya para siempre,
                       Laila

Semifinalista  V Certamen  Cartas de Amor "Rumayquiya"
Publicada en  el libro "Catorce de Febrero"
de la Sociedad Artístico Literaria ITIMAD

"E"

 


ESPERA

 


La esperaba hoy.
      Desde la ventana, el sol  radiante anunciaba un gran acontecimiento.
Cogió unas rosas del jardín y las colocó amorosamente sobre la mesa de la cocina pensando que sería hermoso que ella las encontrara al entrar. Puso una taza al lado de las flores y se sirvió café en otra. Ya nunca más desayunaría solo.
El espejo del cuarto de baño reflejó su cara recién afeitada, casi tan barbilampiña como la primera vez que se encontraron.
Pasó al dormitorio y el pijama cayó a sus pies desmayado e inútil como un pelele vacío.
Los recuerdos salían a su paso mientras iba recorriendo la casa, y evocó el lejano día en que ambos habían yacido juntos, próximos a fundirse el uno en el otro. Desde entonces ¡cuánto la había deseado! ¡Y qué huraña se había mostrado siempre!
Entornó los postigos y cerró la puerta tras sí.
Con las rosas en la mano, se sentó en un banco a esperarla.


Al atardecer, le abrazó la muerte.



Finalista  Certamen Internacional de Relatos Hiiperbreves Acumán 2002
Publicado en el libro "RECUENTOS"

jueves, 24 de noviembre de 2011

NEME



Neme

-Niña, sube el pan a casa de don Ambrosio.
Neme aparta los ojos de la lectura. Abandona  las lecciones de urbanidad y del respeto debido a los mayores. Deja de escuchar la voz ejemplar de “la Buena Juanita” que la conduce por el camino de la virtud y la sumisión, y se  lanza escaleras arriba con el encargo.
 A Neme le gusta que su madre la envíe a casa de don Ambrosio con algún recado. Con el pan. Con las cartas que la asistenta, que limpia el piso dos veces por semana, se ha olvidado de recoger. Con la leche que han traído el lechero y su caballo (de regreso a la vaquería es el viejo animal quien gobierna el carro mientras el hombre duerme sobre el pescante el sopor del vino).
.
Adora sumergirse en la penumbra verdosa que velan los postigos entornados. Don Ambrosio es muy precavido con la luz. No quiere que los muebles, ni los cuadros que llenan las paredes se estropeen por eso en verano su casa permanece en una suave sombra que ahuyenta el rigor de la canícula, los ruidos de las apisonadoras y el olor acre de cuerpos sudorosos trabajando a pleno sol en la construcción de las aceras.
Y le gusta también esa fragancia ligera, ese aroma de violetas que le rodea (igual que le envuelve el batín de seda). Un perfume que la niña lleva consigo de regreso a la portería, adherido a sus mejillas por las que don Ambrosio acaba de pasar las manos cuidadas y suaves del cura que nunca llegó a ser.
-Gracias, bonita.
Y la voz se le torna honda, profunda, monacal, con una resonancia pétrea de claustros y altas bóvedas.
-Parece mentira que un hombre que vive solo sea tan esmerado y cuidadoso – comenta a menudo la madre de Neme-. Hasta en eso se nota que es un caballero. Tan buen hijo..., tan solícito... Ya ves como se las apañó para cuidar de doña Basilisa (que Dios tenga en la gloria) hasta el último suspiro. ¡A buena hora iba a consentir él que manos extrañas tocaran a su madre!
La niña no ha conocido a la señora pero sabe quién es. Ha visto su retrato colgado en el despacho de don Ambrosio justo enfrente de la vitrina de caoba  en la que se alinean ordenados los tomos de la Enciclopedia Espasa. Los ojos oblicuos de la mujer la escrutan cuando Neme va pasando las páginas de los libros mientras don Ambrosio a su lado, cerca, muy cerca, (tan cerca que ella siente la embriaguez del perfume de violetas) le va descubriendo un mundo misterioso en el que cada palabra es una revelación y un asombro. También le explica que los nombres, además de servir para llamar a las personas, tienen su propio significado.
-El nombre de tu padre, por ejemplo. Arturo significa guarda o centinela, y hay que reconocer que es un nombre muy apropiado para un portero...
Todo eso está escrito en otro libro que ella no entiende y que no es capaz de descifrar porque las letras no son como las que le enseñan en la escuela. Estas le parecen más hermosas por desconocidas y enigmáticas.
-Es griego –le aclara-. En griego el nombre de tu madre, Irene, significa Paz.
-¿Y que quiere decir don Ambrosio?
-Ambrosio significa inmortal La ambrosía era el alimento que tomaban los dioses....Mi ambrosía  es el vaso de leche diario que alivia mi úlcera. Aunque dudo mucho  que me pueda dar la inmortalidad....
Y se ríe con una risa bajita colgada de los labios amoratados y carnosos.
El ardor del verano se deja sentir a pesar de las persianas echadas y Neme sufre el doble agobio del calor y del vestido que le queda estrecho porque es del año pasado y ella ha crecido. Pide ir a la cocina a beber agua y don Ambrosio le ofrece un vaso de agua con hielo que ha sacado de la nevera recién comprada, panzuda, blanca y brillante como un oso polar lampiño.
 Luego, figurando un juego, pasa el resto de hielo por las mejillas encendidas de la niña y lo deja resbalar cara abajo... cuello abajo... escote abajo... Entonces intenta atraparlo con sus dedos gordos y gelatinosos de babosas insatisfechas... El hielo sigue deslizándose... Finalmente lo apresa  entre los pechos incipientes de la niña.
La mano saciada se reintegra al aire caliente de julio. En su cuenco palpita aún una gota de agua, trémula y triste como una lágrima.

Octubre arrasa con ráfagas ventosas la hojarasca y los árboles tiritan su desnudez en los parques solitarios. Otoños sucesivos barrerán también el recuerdo de los últimos días del verano cuando hubo que llamar apresuradamente al médico porque don Ambrosio se sentía cada vez  peor de su úlcera.
-Un gato. Un gato furioso es lo que tengo agarrado al estómago- le decía a Irene que le velaba los insomnios.
El médico sorprendió a todos cuando tras la muerte solicitó que fuera practicada la autopsia. Los resultados confirmaron sus sospechas: Don Ambrosio había sido envenenado.
Comenzó entonces la pesadilla de los interrogatorios. El desfile de hombres idénticos formulando preguntas idénticas. Detuvieron a la mujer que limpiaba dos veces por semana en el piso del difunto pero tuvieron que dejarla en libertad por falta de pruebas
Durante un tiempo los vecinos olvidaron el frío, olvidaron el hambre... La guerra no la habían olvidado. Los muertos cercanos cedieron por unos días su espacio de duelo al hombre asesinado. Pero este muerto les era ajeno y poco a poco fueron arrinconando el crimen en su memoria para recuperar el recuerdo de los suyos y , sobre todo, concentrarse en las preocupaciones más urgentes y cotidianas. El Calendario Zaragozano anunciaba un invierno duro. La necesidad de proveerse de leña y carbón  absorbió la atención de los inquilinos. Parecía que también la policía hubiera perdido interés en el asunto. Quizá porque don Ambrosio no tenía familia que apremiara la investigación, la desgana y la negligencia terminaron por apoderarse del caso.
En el piso deshabitado, en el despacho vacío, en una vitrina de caoba protegida por cristales, un libro de letras hermosas y desconocidas asevera: “Némesis, diosa griega que personifica la venganza divina con la que los dioses, en su justicia implacable, castigan las desmesuras y excesos de los hombres.
-Tu nombre, Neme, -le había explicado don Ambrosio una sofocante tarde de julio- significa venganza justiciera.
La niña está sentada leyendo las historias ejemplares y no presta oídos a las palabras de la madre que trastea en la despensa.
. -Otra vez  han aparecido ratones en la carbonera –dijo la madre-. Habrá que acabar con ellos antes de que críen entre la leña y nos cueste meses descastarlos... Lo extraño es que no logro encontrar el matarratas.

En la mecedora desvencijada Neme acuna el deseo de llegar a ser algún día como la Buena Juanita
2º Premio
Certamen “Paz Pasamar”
Jerez de la Frontera, 2008



miércoles, 23 de noviembre de 2011

"D"


DESEMBARCO


 



“Cerca de la playa hallé una casa que al fin pude llamar mía.

Sobre sus muros de nácar colgué un tapiz de ilusiones y esperanzas.

Luego acomodé mi cuerpo a las espirales deshabitadas de la caracola.

¡Dormí con la placidez de quien tiene un hogar!

Al amanecer, entumecido aún por la humedad del salitre,

recogí la alfombra tejida de sueños, la cargué al hombro y

proseguí mi viaje en busca de un lugar en el que asentarme”.


Las olas, con frialdad de burócratas,
borraron las huellas desnudas e inciertas del emigrante ilegal.
 “Sin papeles”, jamás existiría.

Finalista V Certamen Hiperbreves Acumán
Publicado en "Oficio de Brevezas", 2004  



                                                                    

martes, 22 de noviembre de 2011

PERIBAÑEZ




Cuando murió dijeron que lo había matado el orgullo. Que había muerto de un ataque a la vanidad como otros se mueren de un ataque al corazón. Que había fallecido de una insuficiencia manifiesta para soportar la indiferencia después de tantos años de adoración incondicional, mimado por el público y los críticos, premiado por las instituciones.
Yo sostengo que murió de frío, incapaz de resistir la doble desnudez de su cuerpo y de su espíritu.
Puedo afirmarlo sin miedo a equivocarme porque le conocía bien. Todo lo bien que se puede conocer a un hombre con el que se ha compartido el hambre y la zozobra de un oficio precario e inestable. Velos tan sutiles, tan inadecuados para el disimulo, para la ocultación, que dejan al descubierto el alma.

Le vi llegar al café que frecuentábamos los artistas, o por mejor decir, los que pretendíamos serlo y tanteábamos, como ciegos desorientados, desconocidos caminos en busca de la fama. Era un local miserable en cuyas paredes parecía haber quedado detenida la mugre de los que nos precedieron con idénticos afanes. En los muros ennegrecidos por el humo, por la transpiración de los cuerpos –reacios a sumergirse en las bañeras de las heladas pensiones- estaban adheridas también esperanzas y frustraciones. Queríamos creer que aquel café cochambroso era sólo una estación de paso, pero algunos quedaron instalados en él de por vida esperando una oportunidad, un tren que nunca se detuvo ante ellos, mientras otros, más afortunados, llevados por la suerte, habían emigrado hacia lugares consagrados por el éxito y bendecidos por el brillo del dinero. La desesperación de los fracasados ennegrecía aún más el ambiente apestoso de tabaco.

Al principio no le presté atención pero cuando lo hice vi que tenía el cuerpo desmedrado de un escultor de vírgenes y la mirada miope de un filósofo con vocación de poeta. El pelo abundante, crespo e indómito. “Una melena de león para un cuerpo de ratón”- me  dije,  y  la  observación   me hizo sonreír. Luego se me ensombreció la sonrisa a causa de una difusa nostalgia del hogar nacida  al conjuro de la  frase.  La misma  que había hastiado hasta el  infinito los primeros años de mi juventud, repetida con machacona insistencia por mi familia en un intento vano de detener el vuelo de una ambición ya imparable. La ciudad provinciana me negaba los horizontes a los que yo aspiraba.
“Mejor cabeza de ratón que cola de león- me repetían con una cantinela cansina.
La menguada persona de aquel individuo aunaba ambas esencias. Estaba encogido dentro de un gran abrigo gris, o azul, o que quizá alguna vez había sido negro y al que intemperies inclementes y sucesivas le habían dado un tono apizarrado, de igual modo que a nosotros la noche canalla nos comía el color devolviéndonos a la madrugada con la huella cenicienta del insomnio en la piel.
Con aquella indumentaria parecía investido de una entidad ajena, como si el abrigo no fuese suyo, como si hubiera pertenecido a su padre o a un hermano mayor y se lo hubieran cedido confiando en que el cuerpo escuálido acabaría por llenarlo. Literalmente desaparecía dentro de él. Claro que no sólo era una cuestión del tamaño  de la prenda Pronto pude comprobar que era una característica personal, una particular cualidad de anonimato que, a pesar de lo estrafalario de su aspecto, le hacía pasar desapercibido en situaciones habituales: en una plaza, en el metro, en una tertulia. Por eso seguramente no le vi cuando entró en el café barriendo el frío de la calle con los largos faldones del abrigo, arrastrando el invierno entre las mesas y los pies de los parroquianos hasta llegar a la barra y pedir un café. Ahora recuerdo que fue en ese momento cuando le miré, y no antes. Siempre pensé que le había visto abrir la puerta. Y dudar en el umbral. Y enderezar el rumbo hacia el vaho caliente de la cafetera. Y acodarse en el mostrador. Y pedir un café. Pero eso debió de ser más tarde, en días posteriores, cuando ya la amistad nos reunía en los mismos lugares sin mediar el acuerdo de una cita. Al cabo de tantos años me doy cuenta por primera vez con especial claridad de que entonces no miré al hombre que acababa de llegar, sino a la voz que acababa de hablar.
-Esa es la voz que necesito para mi protagonista –comenté en alto- ¡Lástima que ese fulano no dé el tipo.
-Mayor lástima es que no te estrenen la obra ¿no? –dijo alguien con mala baba y una risita burlona.
Cada cual iba con sus cuartillas bajo el brazo y las leía a los contertulios buscando aprobación: novela a medio escribir o ya enviadas a diferentes concurso literarios, piezas de teatro presentadas a los certámenes con la esperanza de su estreno, poesías de contenido social que trataban de arrebatar la flor natural a los poemas amorosos... así que más o menos conocíamos las obras unos de otros.
Únicamente los escultores y los pintores en ciernes no atosigaban a los demás con sus creaciones. Si queríamos ver lo que estaban haciendo había que acompañarlos al “paraíso”, que de ese modo designaban  la buhardilla en la que vivían y trabajaban, por su proximidad con el cielo. El esfuerzo de subir andando las infinitas escaleras ofrecía como estímulo y recompensa el encuentro con alguna muchacha posando desnuda.
El recién llegado debió de oírnos. Cercando el calor de la taza de café con manos delicadas y frágiles, se acercó a nuestra mesa con la mesurada parsimonia con la que un monarca se dirigiría a su trono.
“Soy actor -dijo -. Ando buscando trabajo, pero no conozco a nadie. Hace dos semanas que estoy en Madrid y empieza a faltarme el dinero. ¿No sabéis de algo?... Puedo interpretar cualquier papel”.
“El de Quasimodo”- pensé para mí.
Creo que nos dijo su nombre y que había nacido en algún lugar de las tierras ceñudas y yermas de la alta meseta expuestas a la dureza del cierzo. La evidencia de su inutilidad para el trabajo rudo del campo, junto con la amenaza de la miseria y la religiosidad primitiva de la madre, encaminaron sus pasos hacia el refugio seguro del seminario.
“Pero ese fue un personaje que no supe representar” me confesó cuando la intimidad había encontrado acomodo entre nosotros.

La protección sagrada de los clásicos alivió su hambre en los primeros tiempos. Su conocimiento profundo del teatro del siglo de oro,  su memoria privilegiada que mantenía vivos los textos aprendidos para funciones de estudiantes, le hacían apto para cualquier sustitución. Fue el suplente por excelencia hasta que llegó su primer papel importante como Peribáñez, y con ese nombre comenzamos a llamarle incluso cuando su nombre verdadero encabezaba los carteles.
Un director perspicaz y nada convencional había descubierto su talento. Buscaba un actor. No alguien a la medida de un personaje. No quería a nadie que se pareciera al protagonista sino alguien de quien  no importara el aspecto. Alguien capaz de poner en pie y hacer creíble cualquier invención a base tan sólo de la precisión del gesto, de la modulación de la voz o la variedad de los ademanes. Personajes  sustentados únicamente por el vigor de la inteligencia dramática. Por el arte poco común de transmutarse en otro.
“Peribáñez” sin duda pertenecía a ese linaje y encarnó con igual propiedad personajes de Shakespeare, Bretch, Valle-Inclán, Ionesco, Buero...
Cuando le manifestaba mi asombro contestaba con naturalidad: “No hay nada de extraordinario. Es sencillamente como vestirme y a continuación mirarme en el espejo y encontrar la esencia de mi naturaleza. Los espejos en los que me he mirado han estado siempre vacíos porque yo no los ocupaba. ¡No soy nadie! ¡Nunca he sido nada! Un fracasado proyecto de campesino... La frustrada esperanza de un ministro de Dios que desertó antes de ser ordenado sacerdote... No soy nadie y soy todos y cada uno de los personajes que me prestan cien vidas diferentes. Soy Peribáñez. Y Max. Y Segismundo. Y Hamlet. Y Estragón. Pronunciaba con soberbia y arrogancia el nombre de todos aquellos seres irreales, llenos de peripecias sublimes o detestables a los que había infundido un hálito vital.
Por eso, cuando dejaron de ofrecerle trabajo, volvió a sentir junto a la desnudez de su alma un insoportable vacío y se dejó ir hacia la nada mientras recitaba el último monólogo envenenado ya  con la muerte.


Primer premio
Club de los 60 Castilla y León, 2004