domingo, 22 de enero de 2012

PRECISION


 

El reloj de plata siguió midiendo inexorable el tiempo como si todavía el tiempo importase, como si a la vida le restaran aún segundos por contar
Los demás relojes, todos los relojes clavados al panel de corcho o sujetos a las paredes junto con barómetros y  termómetros, anunciaban horas incongruentes, arbitrarias, disparatadas.
Manuel nunca supo explicarse  de dónde le venía esta fascinación por la medida, por el control del tiempo, por la exactitud de las previsiones... El caso es que todos aquellos artilugios  le encandilaban y  le procuraban  una sensación de seguridad y dominio.
   Él, tan amante de la precisión, no podría determinar el...
 momento concreto en que le nació esta pasión. Con frecuencia se  lo preguntaba a sí mismo tratando de indagar, de averiguar, el día, la hora exacta en que alumbró esta inclinación.. Pero sus elucubraciones no encontraban más agarradero en la memoria que las tardes de la niñez pasadas con el abuelo, al pie de los cerezos en flor  oyéndole contar historias de la guerra que el anciano adornaba con  detalles elaborados por la fantasía o distorsionados por la lejanía del olvido. A veces, para apuntalar los recuerdos, sacaba su reloj de bolsillo y le mostraba la hora
-Mira muchacho. Las cinco. A esta hora exacta, pero de la mañana, bajábamos del cerro con los fusiles terciados, preparados para repeler la agresión.
Las agujas señalaban indiferentes una hora pretérita que en principio a Manuel no le decía nada y, que sin embargo, transcurridos unos instantes participando de la emoción del anciano, las saetas apuntaban al frío de aquella amanecida que narraba el abuelo y él sentía el relente del alba, la humedad del rocío enfriándole la piel, y hasta el abrupto contacto de los matorrales en sus pantorrillas.
El viejo mecía en el cuenco de su mano un reloj de plata sobre cuya tapa cabalgaban tres lanceros, y recorría con  los dedos  resecos la tersura repujada de las siluetas.
-Este reloj, ahí donde lo ves, contó las horas que mi padre pasó en la guerra de Cuba. De allá lo trajo. Por las Américas la plata abundaba, y él se lo ganó en una partida al sargento. ¡Jugaba bien a las cartas el condenado!
Con parsimonia introduce el reloj en el bolsillo del chaleco y permite que la leontina oscile engreída como un  entorchado militar sobre el verde ajado de la pana.
-Algún día también será para ti.. Pero tendrás que esperar hasta que me muera, ¿eh?... Y cada noche deberás darle cuerda con mucho amor para que sólo registre horas de felicidad.
La historia de la  guerra  perdía su carga de tragedia y dolor al ser evocada bajo los cerezos en flor. La voz del abuelo transformaba la crueldad en leyendas de héroes anónimos, y  el fragor y el estruendo de los cañones en cancioncillas de camaradas. En el valle no se oía más rumor que el zumbido de las abejas  trabajando la nívea tibieza de las flores.
Habrían de pasar bastantes años – era una tradición que los hombres de su sangre murieran longevos- antes de que Manuel heredara la reliquia familiar.
Después del entierro se compró un traje con chaleco.  (Se enteró entonces de que el botón final no debía ser abrochado.  El lo había achacado siempre a una desidia de anciano y ahora iba a resultar  que el viejo había sido un dandy en su época) y gustaba de consultar el reloj a cada paso y dejar que la cadena colgara negligentemente, como al descuido, en una estudiada pose de elegancia
Todas las noches, antes de acostarse, le daba cuerda con el secreto e inconfesado  deseo de arrancarle  las horas felices que el abuelo anunciara,  y lo depositaba sobre la mesilla al lado de la cama..
Comenzó a coleccionar relojes. Los tenía de todas las clases. De bolsillo, de pared, de pulsera, de mesa...  Analógicos, digitales, con números romanos sobre las esferas envejecidas o números parpadeantes en minúsculas pantallas... Los compraba en los mercadillos o les pedía a sus amigos los relojes estropeados para hurgarles inútilmente las entrañas. Completaba su afición con los termómetros que guardaban en su memoria máximas y mínimas, y que eran capaces de traducir  el bochorno del verano o las tiritonas de enero de países extranjeros leídos en otras escalas. Se hizo con infinidad de barómetros que le anunciaban las lluvias antes de que las nubes se aborregasen por el sur o le incitaban a despojarse del jersey antes de la salida del sol.
Todo era predicción. Medida. Exactitud.
Y siempre, siempre,  había un reloj en la casa que disparaba su alarma en el momento más inesperado sobresaltando a la madre.
-¡Qué manía, Señor, esto de medirlo todo! Si tienes frío, hace frío. Y si tienes calor, hace calor. ¡Y ya está! ¿Qué te importa lo que digan los aparatos? ¡Un día te los voy a tirar todos por la ventana!
Ingresó en el ejército, y cuando subió al cazabombardero le pareció alcanzar la realización de su más querido sueño. Los instrumentos del panel de mandos  resumía todas sus aspiraciones de control, exactitud, de precisión.... Se sentía –¡era!- el amo del mundo.
Volaban dos o tres veces por semana. En ocasiones en misiones de apoyo. De vez en cuando, al pie del avión, en el último momento, la orden.
-Objetivo terrestre.
Y eran depósitos de municiones que estallaban en traca interminable, arsenales destruidos , centros de telecomunicaciones inservibles, armamento inutilizado...
Las bombas partían dóciles. Dóciles y precisas en busca del blanco. Bombas inteligentes las llamaban. Pero no. No eran inteligentes. Eran dóciles y sumisas. Esclavas que obedecían sin vacilar las órdenes, que aceptaban las coordenadas recibidas, que seguían  con fe ciega las directrices del láser y dejaban caer su carga de destrucción sobre carros de combate, sobre puentes, sobre almacenes de material. La consigna era aniquilar al enemigo
Había, claro está,  lo que dieron en llamar daños colaterales. Una pequeña desviación. Un error insignificante de medida. Nada que mereciera reprobación de los superiores.
 Sólo que un bosque cambiaba del verde al gris
 (¿cuantos años habrían de pasar hasta  repoblarlo? y ¿cuántas lluvias, cuántos soles serían necesarios antes alentar la primera brizna de hierba sobre el terreno asolado?)
 o una pequeña aldea quedaba convertida en una tea humeante
(con suerte los campesinos la habían abandonado a tiempo avisados por el miedo. Pero ¿cuántas horas, cuantos días, cuántos meses de esfuerzo para volver a levantar sus casas sobre el suelo devastado?)
 -¡Así es la guerra! -afirmaba el comandante en jefe- ¡No le deis más vueltas, muchachos!.
De regreso a la base, el descanso y el sueño interrumpidos  para la operación siguiente.
La última.
Los soldados celebraron con alcohol la proximidad de la repatriación.

La guerra no había terminado (las guerras no terminan nunca, se encadenan unas a otras falseando motivos, fingiendo agravios, enmarañando pretextos, como las cerezas enredan sus rabillos unos con otros tentándonos a la interminable posesión de su dulzor rubí) pero los militares retornaron a casa . Su misión  había concluido. Otros tomarían el relevo 
 Adonde no volvió Manuel fue al valle. Al lugar paradisíaco en el que las flores de los cerezos se interponen como una nube blanca entre el cielo y la tierra.
Fue aquella una primavera de cemento y tejados. De ventanas cerradas. De reclusión.
Manuel no se asomaba nunca a los balcones que daban a la avenida por la que transitaban madres  esperanzadas empujando los carritos de los bebés. No veía  la espontaneidad alegre de los niños con sus mochilas de libros a la espalda. Evitaba contemplar el atolondramiento de los adolescentes en sus primeros balbuceos amorosos.
Salía poco a la calle.
-Coge el paraguas, hijo, que está lloviendo -le advertía su madre.
Se desinteresó de su antigua afición, y todos sus relojes fueron atacados por perezas inexplicables que les fueron retrasando los tiempos con una lentitud de agonía hasta que finalmente se pararon.
Tan sólo insistía en dar cuerda cada noche al reloj del abuelo en un afán desesperado de  volver a despertar en él las horas felices.
Midió distancias. Calculó ángulos. Curvaturas. Estudió la trayectoria. Imaginó el choque y resolvió que habría de corregir la altura para asegurarse el acierto del impacto.
Salió del piso y subió los dos tramos de escaleras hasta el ático. En el último rellano se detuvo... Sacó el reloj de bolsillo del chaleco y lo depositó cuidadosamente sobre el alfeizar de la ventana que daba al patio de luces.
Sin un titubeo se arrojó al vacío.
 Un segundo de escalofrío le paralizó el corazón. La angustia, el miedo, el pánico de haber introducido coordenadas equivocadas.
En la breve caída le acompañaron el espanto,  el horror, la inminencia de una escuela bombardeada que proyectaba al aire fragmentos de niños como funestos fuegos de artificio.
Sin embargo el proyectil de su propio cuerpo no produjo daños colaterales.
El  patio estaba desierto.


2 comentarios: