lunes, 21 de mayo de 2012
Die kleine Raupe Nimmersatt (LA ORUGUITA GLOTONA)
Es una canción preciosa y muy divertidas con la que los nuiños pueden familiarizarse con el idoma alemán,
martes, 15 de mayo de 2012
TOME MI PENSIÓN, SR. RAJOY, Y ARREGLE ESPAÑA
Tome mi pensión, Sr. Rajoy, y arregle España.
Esta España, o país, o nación (según quien la nombre) que se nos está cayendo a pedazos.
Tome mi pensión y arregle este desaguisado sin padre ni madre.
Por mí no se preocupe, Sr. Presidente, que para comer no me ha de faltar. Con los hijos no puedo contar porque ´se les ha acabado el paro. Me las apañaré con un cacho huerta que todavía me queda en el pueblo. A mi edad es bueno comer berzas.
Ya voy "pa" los ochenta, pero aún tengo arrestos para inclinarme a la tierra.
Ya ve usted, en cambio a lo que nunca me amoldé en mi larga vida fue a inclinarme ante ningún hombre, porque nadie es más (ni menos) que yo.
Tome mi pensión, Sr. Rajoy, Y arregle España.
Por mí no pase cuidado, que las enfermedades me las trataré como se han tratado toda la vida: con emplastos, friegas y tisanas. Y si la cosa va a mayores, ya me echará una mano el curandero, que vive en el pueblo de al lado y, total "pa" 10 kilómetros no se necesita ambulancia, ni medicalizada ni sin medicalizar. Con la bicicleta me planto allí en un periquete.
Así que tranquilo, Sr. Presidente.
Tome mi pensión, y arregle España.
A los banqueros, políticos y exespeculadores (¿se dice así? mucho exes, me parece a mí, así que les quito el ex y los sigo llamando especuladores) no se le ocurra dejarles sin un salario digno. Por eso le sugiero, o le pido, o le exijo (perdone, no se mucho de vocabulario y todos esas palabras me parecen decir lo mismo).
Bueno lo que quiero decirle es que les retribuya como se merecen, conforme al trabajo que desempeñan. Con un salario digno.
El salario mínimo, ¿le parece bien?
miércoles, 9 de mayo de 2012
DESAYUNO SIN DIAMANTES
A veces es mejor no escuchar la radio
si uno quiere desayunar en paz.
Ya me había sucedido otras veces. A
decir verdad no muchas, afortunadamente. Sólo cuando me había acostado más
temprano de lo habitual tras una cena frugal. El caso es que esta noche ocurrió
de nuevo.
Me desperté a las cinco de la mañana con una sensación de vacío en el
estómago. O sea, por decirlo llanamente, con un hambre canina. Estaba a punto
de levantarme de la cama y lanzarme a la cocina cuando, sin saber por qué se me
vinieron a la cabeza las palabras de mi abuela hambre que espera hartura no es hambre pura, que era lo que siempre
decía mientras yo apremiaba a mi madre para que me diera la cena. Mi abuela inválida
era una especie de tótem sagrado instalado en su sillón de cretona floreada
desde el cual dictaba órdenes y sentencias. Ella encarnaba la sabiduría y la
experiencia que se atribuye a los ancestros, así que mi madre ignoraba mi
petición como si yo no hubiera abierto la boca y continuaba planchando y
doblando primorosamente la ropa de toda
la familia hasta que en el cesto de mimbre no quedaba ni un calcetín. Eran
tiempos de percal y batista, de algodón
y popelín (palabra que me producía una risa incontenible). Nadie había
inventado todavía la falacia de que la arruga
es bella y los niños de entonces debíamos ir planchados y replanchados.
El caso es que al hilo de todos estos
recuerdos se me ocurrió la malhadada idea de hacer la experiencia. Quise
percibir en mi propio cuerpo lo que era hambre
pura, de modo que comencé por imaginar que la nevera estaba vacía y que no
encontraría nada en ella cuando la abriera. Mi estómago pareció responder al
estímulo porque inmediatamente sentí una especie de mordisco en las entrañas.
Pero aguanté el envite y permanecí
acostado resistiendo la tentación de correr pasillo adelante hasta la
cocina. Claro que la cosa fue a peor cuando fantaseé con la idea de que no
existían supermercados, ni una mísera tienda de barrio siquiera en mil
kilómetros a la redonda. Mi estómago se encabritó de nuevo añadiendo coces
dolorosas a sus mordiscos atroces.
No quise esperar más. Salté de la cama y me
dirigí a la cocina como si hubiera de apagar fuego en ella. Me dispuse a
prepararme el desayuno yo mismo, no era cosa de llamar a la criada a las cinco
y cuarto de la mañana. (El reloj confirmó que había sufrido quince minutos de hambre pura).
El olorcillo que se
desprendía del tostador del pan se complementaba a la perfección con el aroma
del café. Unté las tostadas con abundante mantequilla aprovechando que mi mujer
dormía y no me iba a dar la murga con la consabida cantinela “el colesterol, Antonio. El médico te ha
ordenado controlar el colesterol”. ¡A la mierda el colesterol! Extendí la
mermelada de arándanos sobre las tostadas y me senté a desayunar.
Encendí la radio, más para que me hiciera compañía que para enterarme de las noticias, que son las mismas a todas las horas. Entre bocado y bocado volví a
escuchar por enésima vez los comentarios
sobre “idilio económico Merkozy” que nos
obliga a apretarnos el cinturón como si viviéramos en plena posguerra.
Tras un sorbo de café me reconcilié en
cierta forma con los mandatarios bicéfalos y empecé la segunda tostada (la enceté, hubiera dicho mi abuela, de estar viva).
En la radio, una cooperante de esas que no tienen otra cosa mejor que hacer y se meten en una ONG
a ver si ligan con algún chalado como ellas, se puso a hablar no sé que cuernos de el Cuerno de Africa, de
campamentos de refugiados en Kenia, de mujeres que llegaban extenuadas a ellos
con los hijos aferrados a sus tetas resecas, de miles de niños muertos por la
hambruna.
¡Qué bruta, la tía! pues ¿no nos acusa a la humanidad entera de
genocidio por mirar hacia otro lado?
Ganas de joderme el desayuno que tenía la tía, porque salí disparado hacia el cuarto de baño
y vomité.
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