La mañana la encontró con
los ojos abiertos y el corazón sellado.
El aire de la habitación era
cristal helado.
Antes de apoyar los pies
sobre las baldosas de barro cocido, se puso unos calcetines de lana gruesa y
metió los pies en las zapatillas de paño, después descolgó del armario la bata
guateada, que su madre nunca llegó a estrenar, y se envolvió en ella. Otros
días, otras mañanas –todas las mañanas- descolgaba también, sin proponérselo,
los recuerdos. Pero hoy no. Hoy los recuerdos no aguardaban dentro, agazapados
y predecibles, puntuales e inevitables, a que ella abriera la puerta del
armario de luna para salirle al paso. Los recuerdos los llevaba pegados a su
piel desde anoche, desde que viera el telediario, desde que oyera al ministro
de Justicia pronunciar unas palabras que no comprendió del todo y no obstante
hirieron sus entrañas.
La memoria, a veces, termina
por convertirse en una compañera inseparable que comparte con nosotros el
lecho, que se cobija bajo las mismas sábanas y nos obliga a respirar su aliento
de reproches. Ni el sueño la había liberado de la evocación. Ni el sueño había
podido arrancar los recuerdos, porque el sueño estuvo ausente durante las
largas horas que permaneció despierta.
Como un cuadro de esos
artistas modernos en el que no hay nada dibujado –pensó.
Era marzo. Faltaban apenas
dos meses para que los manzanos florecieran de nuevo. Para que floreciera “su
manzano”.
“Violencia estructural”,
dijo lentamente en voz alta, con un hilo de voz tan tenue que ni ella misma
pudo escuchar sus propias palabras que cayeron de su boca como si la boca misma
se negara a retenerlas.
“Violencia estructural”
repitió, y esta vez el sonido crepitó un momento en el aire helado del cuarto
como si de pronto se hubiera escarchado. Luego mordió las sílabas, una a una,
con un crujido de cáscaras vacías y las escupió.
“Algunas mujeres se ven obligadas a abortar porque
sufren violencia estructural” –declaró.
La verdad es que yo no
entendí qué quería decir. Pero las palabras pueden ser de acero y afiladas,
como los cuchillos o los puñales:
“abortar” “violencia”, me rasgaron las carnes.
Mañana le preguntaré a César
–me dije.
César es el muchacho que los
martes y jueves viene al Hogar del Jubilado para enseñarnos a manejar el
ordenador. Sabe de todo. Creo que tiene dos o tres carreras, pero parece ser
que éste es el único trabajo que ha podido conseguir. La verdad es que una
persona con su preparación merecería tener más suerte y encontrar otro empleo,
aunque nosotros, los del Hogar, estamos encantados con él porque es una chico
excelente. Nunca pierde la paciencia a pesar de nuestra torpeza y lentitud con
el teclado.
Al día siguiente era jueves
y en cuanto entró por la puerta, allí estaba yo para preguntarle. Entonces él
nos reunió a todos alrededor del ordenador y enseguida apareció en la pantalla
un triángulo. Según no sé quién -un extranjero que había pensado mucho sobre la
paz y la violencia- en cada uno de los picos, o sea, de los vértices, hay una
clase de violencia distinta. César nos explicó las diferencias: Los golpes, los
moratones, los insultos, las vejaciones, son como la punta de un iceberg que sale
a la superficie. Las otras dos, por lo visto, son más difíciles de detectar.
Yo seguía sin entenderlo del todo.
-Vamos a ver, Pilar, -trató
de aclararme- si tú necesitas manzanas para comer y te subes a una escalera
para cogerlas del árbol, y entonces alguien viene y te tira al suelo, ¿eso qué
es?
- Una putada – estuve a
punto de contestar, pero me parece que no era esa la respuesta que esperaba
César, así que dije:
-No sé.
-Eso es violencia directa. Cualquiera
puede ver que es una agresión.
-Sí, claro.
- En cambio si ese alguien,
aún sabiendo que tienes hambre, que necesitas la fruta para alimentarte, hace
desaparecer todas las escaleras para que tú no tengas donde encaramarte y en
cambio se las ofrece a quien tiene la despensa llena para que se suba y coja las
manzanas que se le antojen, eso es violencia
estructural. No te empuja, pero impide que tú tengas acceso al árbol.
-Ah! ¿y la otra? ¿la
tercera? –porque ya puesta a preguntar yo quería saberlo todo.
-Esa es la violencia cultural. Una serie de costumbres, valores o leyes
injustas que nos inculcan y nos obligan a un comportamiento determinado y
coartan nuestra libertad, haciendo que tomemos por justas las injusticias.
-Ya. Gracias, César.
Después pasamos a otra cosa
porque los demás no estaban interesados en el tema. La mayoría quería que les
enseñara cuanto antes a enviar correos o a hablar con sus hijos o sus nietos
por Internet.
Pero yo no tenía ni hijos ni nietos con los que comunicarme. En
cambio sí tenía ideas y recuerdos que “rumiar” después de las explicaciones de
César.
Me parecía seguir viendo al
ministro en la tele “algunas mujeres se
ven obligadas a abortar porque sufren violencia estructural”.
Pues mira por dónde, tuve
que darle la razón. Porque él sabía de qué estaba hablando. Lo sabía él como lo
sabía yo.
Él, porque conocía la
violencia – ahora yo ya sabía que habían sido varias clases de violencia- ejercida
desde siempre por los suyos sobre las madres sin marido, desamparadas y solas,
obligadas a cargar con su maternidad y criticadas por los bienpensantes.
Yo, porque había sufrido
aquella violencia estructural, o
cultural, o como demonios se llamara, porque setenta años atrás no se
llamaba así ni de ninguna otra manera. No tenía nombre pero se padecía de todos
los modos imaginables.
Los nombres se los fui
poniendo conforme me golpeaban el desdén, el rechazo, la burla, el desaire, el
desprecio, que se disparaban desde cualquier ángulo, incluso desde la esquina
sagrada de la amistad adolescente: “mejor
que no vuelvas a buscarme a casa… que ha dicho mi padre que… bueno… que ya
encontraré otra amiga que no…” y los puntos suspensivos se clavaban más
hondos, más afilados que las palabras no pronunciadas. Laceraban como
dentelladas de alimañas.
En ocasiones también una caritativa
conmiseración que, no obstante su piedad, escocía igual que el desprecio. Yo
sangraba… sangraba… me desangraba de dolor y desconsuelo… y busqué refugio en
el único lugar que creí libre de prejuicios y convencionalismos, y en el que esperaba
encontrar la paz lejos de las vanidades humanas. Pero volví con las manos
vacías y una humillación mayor, por inmerecida, sobre mi cabeza. Las puertas
del convento se me cerraban por ser hija
del pecado. La Iglesia superaba en crueldad a la sociedad de la que se
suponía luz y guía.
Nunca volví a penetrar en la
lobreguez impía de sus naves.
Es marzo y hace frío. El
manzano aún no ha florecido.
De regreso a casa me doy
cuenta de que hoy no he atendido a la clase de ordenador. Sólo recuerdo la mano
de César amistosa y cálida presionando mi hombro. ¡Qué chaval más majo! Estoy
segura de que ha intuido mi sufrimiento pero ha tenido la delicadeza de no
hacer ningún comentario. Su gesto cariñoso ha sido por demás elocuente.
Mi madre se opuso
rotundamente. “Estás loca, me dijo, ¿quieres terminar como la Balbina?” No,
yo no quería terminar como mi amiga Balbina que con sólo diecisiete años acabó
sus días sobre la mesa de pino en una cocina sucia, las piernas abiertas, los
muslos rojos y unas manos torpes hurgándole en sus entrañas.
Pero tampoco quería ese hijo.
Yo no iba a prodigarle la ternura que mi madre había puesto en sus caricias, mientras su mirada –vacía ya de toda esperanza- se perdía en la
montaña, en los caminos que emprendieron los guerrilleros una noche de abril, y
su imaginación recorría el camino sin retorno que siguió su novio tras las últimas
horas de amor.
pero no quería
un hijo del hombre que me había engañado. Tan guapo, ya no muy joven,
con el aplomo que le daba saber de su situación privilegiada de dueño de la mercería
en la que yo trabajaba a su lado, con aquellos ojos ensombrecidos que se
posaban en mi cuerpo, y que yo interpreté como la desventura amarga de un
matrimonio fracasado cuando en realidad no era otra cosa que la oscuridad
perversa de la lujuria y el deseo.
Abusó de mi inexperiencia. Abusó de mi
inferioridad. Abusó de mi juventud. Se valió de su condición de jefe y de mi
debilidad de empleada.
Yo no quería que el niño
naciera. Me había jurado a mí misma que jamás, bajo ninguna circunstancia,
traería una criatura al mundo para destinarla a la humillación y a la burla. Y quise
abortar.
No aborté.
Encontraremos
una solución, dijo mi madre.
Cualquier cosa antes de
repetir su propia historia.
Encontraremos
una solución, repitió.
La solución la encontramos unos
meses más tarde aquí, en el pueblo, en la huerta de los abuelos, al pie del
manzano.
Yo sigo envuelta en la bata
guateada azul celeste que le regalé a mi madre en una cualquiera de las
vacaciones en que regresé de París, y que ella renunció a usar. “Una fortuna, hija. Te habrá costado una
fortuna. No malgastes así el dinero. Ahorra, ahorra para que puedas volver
pronto”.
Durante muchos años continué
sirviendo en Francia y ahorré. Ahorré lo suficiente para regresar y cuidarla
hasta su muerte.
La enterramos en el
camposanto. Como debía ser. Como exigía la costumbre.
A la vuelta del cementerio
miré hacia el manzano.
A ella le hubiera gustado
reposar ahí, junto a su nieto ¿o fue acaso su nieta? Nunca lo supe. Sólo llegué
a ver un pequeño envoltorio en una toalla que mi madre apretaba contra su
pecho.
Mejor
que no lo veas- dijo con voz apagada saliendo del
dormitorio-.
Sí, mi madre habría
preferido ser enterrada al pie del manzano, junto a su nieto para darle el
calor que no pudo darle en vida. Para colmarle con las caricias que “la
violencia estructural” de aquellos años nefastos negó a sus manos y a las mías.
¡A ver si se enteran de una vez!
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