martes, 17 de diciembre de 2013

VIOLENCIA ESTRUCTURAL


 

La mañana la encontró con los ojos abiertos y el corazón sellado.

El aire de la habitación era cristal helado.
Antes de apoyar los pies sobre las baldosas de barro cocido, se puso unos calcetines de lana gruesa y metió los pies en las zapatillas de paño, después descolgó del armario la bata guateada, que su madre nunca llegó a estrenar, y se envolvió en ella. Otros días, otras mañanas –todas las mañanas- descolgaba también, sin proponérselo, los recuerdos. Pero hoy no. Hoy los recuerdos no aguardaban dentro, agazapados y predecibles, puntuales e inevitables, a que ella abriera la puerta del armario de luna para salirle al paso. Los recuerdos los llevaba pegados a su piel desde anoche, desde que viera el telediario, desde que oyera al ministro de Justicia pronunciar unas palabras que no comprendió del todo y no obstante hirieron sus entrañas.
La memoria, a veces, termina por convertirse en una compañera inseparable que comparte con nosotros el lecho, que se cobija bajo las mismas sábanas y nos obliga a respirar su aliento de reproches. Ni el sueño la había liberado de la evocación. Ni el sueño había podido arrancar los recuerdos, porque el sueño estuvo ausente durante las largas horas que permaneció despierta.
 La mañana la encontró con los ojos abiertos y el corazón sellado.
 Miró el trozo de cielo que encuadraba el marco de la ventana. Un paisaje azul. Ni nubes, ni árboles, ni montañas. Azul límpido. Azul puro. Sólo azul.
Como un cuadro de esos artistas modernos en el que no hay nada dibujado –pensó.
           Era marzo. Faltaban apenas dos meses para que los manzanos florecieran de nuevo. Para que floreciera “su manzano”.
Violencia estructural, dijo lentamente en voz alta, con un hilo de voz tan tenue que ni ella misma pudo escuchar sus propias palabras que cayeron de su boca como si la boca misma se negara a retenerlas.
Violencia estructural repitió, y esta vez el sonido crepitó un momento en el aire helado del cuarto como si de pronto se hubiera escarchado. Luego mordió las sílabas, una a una, con un crujido de cáscaras vacías y las escupió.
 Tan guapo, tan joven…-o quizá ya no tanto. Hace tres años que dobló los cincuenta. Con el aplomo que le da saber quién es y el lugar que ocupa en la sociedad, con ese aspecto de niño empollón que le dan sus gafas, con esos ojos que rara vez sonríen como si detrás de los lentes se ocultara una desventura amarga para la que no le valiera toda su habilidad de político experimentado.
 Algunas mujeres se ven obligadas a abortar porque sufren violencia estructural –declaró. 
La verdad es que yo no entendí qué quería decir. Pero las palabras pueden ser de acero y afiladas, como los cuchillos o los puñales: “abortar” “violencia”, me rasgaron las carnes.
          Mañana le preguntaré a César –me dije. 
César es el muchacho que los martes y jueves viene al Hogar del Jubilado para enseñarnos a manejar el ordenador. Sabe de todo. Creo que tiene dos o tres carreras, pero parece ser que éste es el único trabajo que ha podido conseguir. La verdad es que una persona con su preparación merecería tener más suerte y encontrar otro empleo, aunque nosotros, los del Hogar, estamos encantados con él porque es una chico excelente. Nunca pierde la paciencia a pesar de nuestra torpeza y lentitud con el teclado.  
Al día siguiente era jueves y en cuanto entró por la puerta, allí estaba yo para preguntarle. Entonces él nos reunió a todos alrededor del ordenador y enseguida apareció en la pantalla un triángulo. Según no sé quién -un extranjero que había pensado mucho sobre la paz y la violencia- en cada uno de los picos, o sea, de los vértices, hay una clase de violencia distinta. César nos explicó las diferencias: Los golpes, los moratones, los insultos, las vejaciones, son como la punta de un iceberg que sale a la superficie. Las otras dos, por lo visto, son más difíciles de detectar.
 Yo seguía sin entenderlo del todo.
           -Vamos a ver, Pilar, -trató de aclararme- si tú necesitas manzanas para comer y te subes a una escalera para cogerlas del árbol, y entonces alguien viene y te tira al suelo, ¿eso qué es?
           - Una putada – estuve a punto de contestar, pero me parece que no era esa la respuesta que esperaba César, así que dije:
           -No sé.
           -Eso es violencia directa. Cualquiera puede ver que es una agresión.
           -Sí, claro.
           - En cambio si ese alguien, aún sabiendo que tienes hambre, que necesitas la fruta para alimentarte, hace desaparecer todas las escaleras para que tú no tengas donde encaramarte y en cambio se las ofrece a quien tiene la despensa llena para que se suba y coja las manzanas que se le antojen, eso es violencia estructural. No te empuja, pero impide que tú tengas acceso al árbol.
           -Ah! ¿y la otra? ¿la tercera? –porque ya puesta a preguntar yo quería saberlo todo.
           -Esa es la violencia cultural.  Una serie de costumbres, valores o leyes injustas que nos inculcan y nos obligan a un comportamiento determinado y coartan nuestra libertad, haciendo que tomemos por justas las injusticias.
           -Ya. Gracias, César.
Después pasamos a otra cosa porque los demás no estaban interesados en el tema. La mayoría quería que les enseñara cuanto antes a enviar correos o a hablar con sus hijos o sus nietos por Internet.
Pero yo no tenía ni hijos ni nietos con los que comunicarme. En cambio sí tenía ideas y recuerdos que “rumiar” después de las explicaciones de César.
 
Me parecía seguir viendo al ministro en la telealgunas mujeres se ven obligadas a abortar porque sufren violencia estructural”.
Pues mira por dónde, tuve que darle la razón. Porque él sabía de qué estaba hablando. Lo sabía él como lo sabía yo.
Él, porque conocía la violencia – ahora yo ya sabía que habían sido varias clases de violencia- ejercida desde siempre por los suyos sobre las madres sin marido, desamparadas y solas, obligadas a cargar con su maternidad y criticadas por los bienpensantes.
Yo, porque había sufrido aquella violencia estructural, o cultural, o como demonios se llamara, porque setenta años atrás no se llamaba así ni de ninguna otra manera. No tenía nombre pero se padecía de todos los modos imaginables.
Los nombres se los fui poniendo  conforme me golpeaban el desdén, el rechazo, la burla, el desaire, el desprecio, que se disparaban desde cualquier ángulo, incluso desde la esquina sagrada de la amistad adolescente: “mejor que no vuelvas a buscarme a casa… que ha dicho mi padre que… bueno… que ya encontraré otra amiga que no…” y los puntos suspensivos se clavaban más hondos, más afilados que las palabras no pronunciadas. Laceraban como dentelladas de alimañas.
En ocasiones también una caritativa conmiseración que, no obstante su piedad, escocía igual que el desprecio. Yo sangraba… sangraba… me desangraba de dolor y desconsuelo… y busqué refugio en el único lugar que creí libre de prejuicios y convencionalismos, y en el que esperaba encontrar la paz lejos de las vanidades humanas. Pero volví con las manos vacías y una humillación mayor, por inmerecida, sobre mi cabeza. Las puertas del convento se me cerraban por ser hija del pecado. La Iglesia superaba en crueldad a la sociedad de la que se suponía luz y guía.
            Nunca volví a penetrar en la lobreguez impía de sus naves.
 
           Es marzo y hace frío. El manzano aún no ha florecido.
           De regreso a casa me doy cuenta de que hoy no he atendido a la clase de ordenador. Sólo recuerdo la mano de César amistosa y cálida presionando mi hombro. ¡Qué chaval más majo! Estoy segura de que ha intuido mi sufrimiento pero ha tenido la delicadeza de no hacer ningún comentario. Su gesto cariñoso ha sido por demás elocuente.
 Yo no aborté
            Mi madre se opuso rotundamente. “Estás loca, me dijo, ¿quieres terminar como la Balbina?” No, yo no quería terminar como mi amiga Balbina que con sólo diecisiete años acabó sus días sobre la mesa de pino en una cocina sucia, las piernas abiertas, los muslos rojos y unas manos torpes hurgándole en sus entrañas.
          Pero tampoco quería ese hijo.
          Yo no iba a prodigarle la ternura que mi madre había puesto en sus caricias, mientras su mirada –vacía ya de toda esperanza- se perdía en la montaña, en los caminos que emprendieron los guerrilleros una noche de abril, y su imaginación recorría el camino sin retorno que siguió su novio tras las últimas horas de amor.
 Yo no aborté
pero no quería un hijo del hombre que me había engañado. Tan guapo, ya no muy joven, con el aplomo que le daba saber de su situación privilegiada de dueño de la mercería en la que yo trabajaba a su lado, con aquellos ojos ensombrecidos que se posaban en mi cuerpo, y que yo interpreté como la desventura amarga de un matrimonio fracasado cuando en realidad no era otra cosa que la oscuridad perversa de la lujuria y el deseo.
 Abusó de mi inexperiencia. Abusó de mi inferioridad. Abusó de mi juventud. Se valió de su condición de jefe y de mi debilidad de empleada. 
         Yo no quería que el niño naciera. Me había jurado a mí misma que jamás, bajo ninguna circunstancia, traería una criatura al mundo para destinarla a la humillación y a la burla. Y quise abortar.
No aborté.
Encontraremos una solución, dijo mi madre.
Cualquier cosa antes de repetir su propia historia.
Encontraremos una solución, repitió.
La solución la encontramos unos meses más tarde aquí, en el pueblo, en la huerta de los abuelos, al pie del manzano.
 La primera vez que el viento de primavera arrancó los pétalos de las flores y los miré caer mansamente como una nevada blanda y rosa sobre la tumba de mi hijo -¿acaso nació niña?-, o como el confeti de un cumpleaños infantil que jamás festejaría, quise creer que se celebraba la apoteosis de su liberación.
 Hace frío.
            Yo sigo envuelta en la bata guateada azul celeste que le regalé a mi madre en una cualquiera de las vacaciones en que regresé de París, y que ella renunció a usar. “Una fortuna, hija. Te habrá costado una fortuna. No malgastes así el dinero. Ahorra, ahorra para que puedas volver pronto”.
Durante muchos años continué sirviendo en Francia y ahorré. Ahorré lo suficiente para regresar y cuidarla hasta su muerte.
           La enterramos en el camposanto. Como debía ser. Como exigía la costumbre.
A la vuelta del cementerio miré hacia el manzano.
           A ella le hubiera gustado reposar ahí, junto a su nieto ¿o fue acaso su nieta? Nunca lo supe. Sólo llegué a ver un pequeño envoltorio en una toalla que mi madre apretaba contra su pecho.
Mejor que no lo veas- dijo con voz apagada saliendo del dormitorio-.
Sí, mi madre habría preferido ser enterrada al pie del manzano, junto a su nieto para darle el calor que no pudo darle en vida. Para colmarle con las caricias que “la violencia estructural” de aquellos años nefastos negó a sus manos y a las mías.
 

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