martes, 6 de mayo de 2014

CENA DE OTOÑO

             Creo que debería cambiar el nombre de mi blog y titularlo: RÍO GUADIANA, de este modo podría justificar las largas ausencias seguidas de apariciones súbitas.
En esta ocasión, ha sido mi amiga CHARO ACERA quien me ha rescatado de la inanición, así que es a ella a quien se debe este resurgimiento.  Gracias, Charo.
Hace sólo unos días recibí el libro que recoge los relatos ganadores y seleccionados en el X CONCURSO LITERARIO "GONZALO ROJAS PIZARRO",  de Chile. Está editado por el Club de Amigos de la Biblioteca de Lebu, y en él se incluye mi relato
CENA  DE  OTOÑO
 
Ella no era la criada de Vermeer.  Ni siquiera sabía quién era Vermeer.
Lo ignoraba todo acerca del pintor holandés y de la muchacha que cada mañana, antes de que el maestro se despertara, acudía a su taller para prepararle las pinturas, distribuyéndolas como si un instinto especial, una suerte de habilidad innata guiara su mano para ordenar los colores con inusitada sensibilidad
Y cada día, al entrar en el estudio, Vermeer se sorprendía de la hermosura del cromatismo extendido sobre su mesa de trabajo. Los colores parecían obedecer a un canon secreto y armonioso. Se diría que la criada hubiera penetrado en su mente y se hubiera anticipado a sus proyectos como si ambos compartieran un mismo ideal de belleza, un mismo sueño pictórico.
 
No. Ella no era la criada de Vermeer, pero al igual que hiciera la muchacha del pintor, estudiaba con detenimiento los colores y las texturas de frutas y verduras.
 Estaba preocupaba por la preparación del menú, por la selección de los platos que debería elaborar esa noche para un invitado de excepción. A decir verdad, cualquier convidado podría haber sido considerado excepcional ya que nunca, nunca, nunca, en sus casi cincuenta años de vida, había acudido un hombre a su casa.
Bueno, eso no era del todo cierto. Había entrado una vez el fontanero cuando se rompió la tubería del lavabo y la vecina del tercero había subido hecha una furia a quejarse; y cada cuatro años llamaba a su puerta el inspector del gas. Pero a eso no se le podía calificar como visitas masculinas. Eran empleados. Nada más.
 De cualquier modo este de hoy era un hombre realmente muy especial.
 
La mujer comenzó a sacar de la cesta de mimbre frutas y hortalizas, y las fue colocando ordenadamente sobre la mesa. Primero los pimientos, que estiraban curiosos sus morros puntiagudos.
Reunió en el centro las verduras: lechuga, brócoli, espinacas, acelgas...
La lombarda (mortificada no se sabe bien por qué culpa) se recogía austera en sus hojas moradas, mientras que las berenjenas, charoladas como zapatos de fiesta, la ignoraban y pretendían, a su vez, rivalizar con el orgullo amarillo de los limones…
Luego cogió los tomates y a su lado puso los corazones rojos de las fresas. Ante la presencia de las fresas se enjugó una lágrima ya que le hicieron recordar el paseo del día anterior por el campo, -él y ella- tomados de la mano con una timidez inadecuada de adolescentes en una tarde otoñal que ella hubiese querido eterna.
 
 Abrió el frigorífico. Sí, allí estaban las moras que habían arrancado de las zarzas a la vera del camino (él se había arañado la piel al intentar cogerlas); y unos cuantos berros crecidos al pie de un manantial. Volvió con ellos a la mesa y los situó en un lugar preferente. Terminó de vaciar la cesta y un aroma nuevo vino a sumarse a la serie de olores que pugnaban entre sí por dominar el conjunto.
Las recién llegadas, orondas y fragantes, reinaron de inmediato. El penetrante perfume de las naranjas la sumió en pretéritos y nunca cumplidos sueños de azahar.
Se obligó a despertar.
 
 “El” no tardaría en llegar y ella aún no sabía cómo combinar aquella variedad de sabores, colores y texturas. De pronto tomó una decisión: No los alteraría. Ningún condimento, ninguna salsa que enmascarara su auténtica esencia. La comida sería primitiva y frugal. Ya llegaría un tiempo (si es que llegaba) de cocinar platos más sofisticados. Lo importante hoy era superar el reto que ella misma, temerariamente, se había impuesto.
Sonó al fin el timbre. Un hombre. Una vacilación. Un titubeo...  Ella le condujo al salón.
Le preparó un vermouth con una rodaja de limón asomada al borde del vaso como un pequeño sol naciente, pero antes de ofrecérselo retiró el limón y se lo puso en la boca.
-¿Qué sientes?
-Siento el escalofrío del amanecer.
-Eso es amarillo
Cuando se sentaron a la mesa del comedor ya los berros estaban dispuestos en el plato. Esperó a que “él” los probara.
-¿Qué te parece?
-Mezclan el aroma de la hierba húmeda con el rumor del agua.
-Eso es verde
A continuación le pasó un puñado de las moras que ambos habían recolectado. Sus insignificantes granitos se le clavaron en las encías y le lastimaron como cilicios minúsculos.
-Así es el color de la penitencia y la expiación: morado –le explicó.
Él sonrió con una ternura agradecida.
 
La tarde anterior le había dicho:
“Puedo sentir el frío y el calor. Recorrer la aspereza o la lisura de los objetos con la yema de mis dedos. Figurarme la forma de una montaña agigantando con la imaginación un pequeño montículo de arena formado por mis manos... Pero los colores... ¿Cómo percibir los colores...? ¿Qué se oculta tras la palabra azul, o rojo, o verde para un ciego...?”
 Ella, en un arrebato irreflexivo, le aseguró que le enseñaría a descubrir los colores, a diferenciarlos, a sentirlos y a gozar de su significado. Por eso había ideado aquella cena absurda de la que, estaba segura, pendía su felicidad.
Aún no se explicaba aquel impulso incontrolado, aquella decisión súbita de invitarle a su propia casa, a una cena íntima que ella misma le prepararía.
La soledad, en ocasiones, se resuelve en audacia.
 
Peló una naranja y se la entregó.
-¿Qué te recuerda?
-La plenitud de un cuerpo tendido al sol en la playa.
(Ella pensó que tal vez era una suerte que él no pudiera mirarla y observar en su cuerpo los estragos del tiempo).
-Es naranja –le dijo.
Finalmente guió su mano y le hizo tomar una fresa del plato de cristal.
La paladeó en silencio.
-¿Y...?
Él continuó callado, demorándose en aquel sabor agridulce.
-¿Y...?
-Aúna la dulzura de mi madre con la amargura de ser ciego y no haber podido corresponder a sus miradas.
-Tienes razón. En el color rojo se funden el amor y el dolor.
Enmudecieron los dos, cada cual evocando pasiones y desengaños sufridos en soledad.
Al cabo, “él” rompió su mutismo.
-Pero...azul...azul... ¿qué es azul...?
Ella miró desolada a su alrededor. Toda la noche había estado temiendo esa pregunta.
-¿Azul...? ¿Me preguntas qué es azul...?
 Se inclinó y le besó con pasión en la boca.
-Esto es azul.
 
Hubo un temblor. O a ella se lo pareció. Aunque muy bien podría deberse al parpadeo de las velas encendidas que el hombre no podía percibir. Para él, las velas, las luces, los soles todos, habían permanecido siempre apagados en la negrura de la ceguera.
...-¡Azul...!  ¡Azul...!  ¡Si esto es azul...no puede existir un color más hermoso! 
 
A tientas buscó el cuerpo de ella y súbitamente quedó deslumbrado.

 

 



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