PURITA
Purita siempre quiso ser adúltera. Era
una obsesión que la había perseguido desde muy chica. La culpa, como de
costumbre, la tuvieron las malas lecturas. Y es que Purita se aficionó muy
pronto a leer. Desde que supo unir unas letras con otras y formar sílabas que
ella paladeaba como otros niños paladeaban las piruletas de caramelo, supo que
era en la palabra escrita donde estaba la verdad.
Y de nada valían los consejos de la
abuela
-Chacha, para ya de leer que te vas a
dejar los ojos en los papeles.
Ni las recriminaciones de su madre:
-Purita, acaba de una vez y apaga la lámpara
que nos vas a arruinar con la factura de la luz.
Ni siquiera le hacían mella los consejos
del confesor:
-Mira Pura, los libros en general son
causa de la perdición de algunas muchachas. No digo yo que no leas, eso no,
pero limítate a lecturas piadosas, el santo Evangelio, por ejemplo, o mejor aún
la vida edificante de las santas y mártires de nuestro santoral. En ellas
hallarás la pauta para tu comportamiento.
Pero nada de esto consiguió cambiar su
determinación.
¡Claro que las lecturas invitaban a
transitar por caminos desconocidos y peligrosos! Ella presintió el abismo desde
el momento mismo en que a los cinco años leyó el prospecto de un preparado
farmacéutico para la tos: para niños y adúlteros rezaban las
indicaciones. Titubeó un poco al pronunciar la palabra adúlteros. Era muy
pequeña para conocer ciertos vocablos y mucho menos su significado.
-Mamá quiero ser adúltera para tomar una cucharada grande del jarabe.
Y es que el jarabe tenía un gusto
delicioso. Sabía a fresa con un regustillo suave a limón que a Purita le
encantaba. Nadie hubiera creído que se trataba de una medicina. Por eso cuando
leyó que a los adúlteros se les recomendaba una cucharada sopera en lugar de la
pequeñita de postre que le daban a ella tres veces al día, deseó con toda su
alma convertirse en adúltera.
-No, cariño, no se pronuncia así. Se
dice adulto. A ver, repite conmigo: A-dul-to. A-dul-to.
Purita no se dio por enterada. Miró a su
madre con la desconfianza que muestran los niños avispados cuando intuyen que
los mayores les engañan para privarles de algún capricho.
-A-dúl-te-ro. A-dúl-te-ro. Insistió contumaz.
Su madre la dejó por imposible y la
cuestión pasó a ser una anécdota graciosa que invariablemente alguien sacaba a
colación en las celebraciones familiares.
Pero a pesar de su determinación Purita
no lo tenía fácil. Cuando se convirtió en una jovencita se miraba al espejo con
desconsuelo. No era agraciada, por decirlo de un modo suave. Pensó que después
de la adolescencia los granitos del acné desaparecerían para dar paso a un
cutis transparente y luminoso, pero no fue así. Su piel era áspera y basta,
llena de espinillas con sus cabecitas negras asomando por los poros abiertos
que había dejado el acné.
Y para ser adúltera lo primero que
necesitaba era casarse, después…
“…después, Dios dirá”.
Le dio el “sí” a Tomás ante el altar de
la parroquia con el temblor propio de cualquier novia.
Tomás era maquinista de la Renfe y
viajaba mucho por eso había aceptado su proposición de matrimonio. Bueno, por
eso y porque fue el único que se lo pidió.
“una ventaja”, pensó Purita.
Como buena ama de casa se dedicó a
colgar cortinas en las ventanas y a esperar la oportunidad de convertirse en
adúltera. Sin embargo los días transcurrían monótonos sin visos de que nada
extraordinario fuera a suceder.
“No hay nada escrito. El destino se lo
traza una misma”, se dijo
El destino de Purita vestía mono azul de
trabajo y lucía una protuberancia color naranja sobre el hombro izquierdo.
A Purita le dio por pensar que los
cuatro pisos que subía Arcadio con la bombona de butano al hombro eran una
muestra irrefutable del interés que manifestaba por ella. Y, claro, lo normal
era que ella se mostrara también amable.
-Siéntate un momento, Arcadio, que debes
de estar muerto después de subir tantas escaleras.
Arcadio era un mocetón alto y fuerte que
no estaba agotado en absoluto, pero se sentó unos minutos mirándola con
curiosidad.
Purita pasó las dos semanas siguientes
esperando con ansia a que se acabara el gas y cuando telefoneó al distribuidor
las piernas le temblaban de emoción.
Llegó Arcadio con su bombona al hombro. La
bombona relucía como recién pintada. Se notaba a la legua que era nueva. A Purita
le pareció todo un detalle que Arcadio se hubiera molestado en escogerla
expresamente para ella.
-Pasa, Arcadio, siéntate un momento que
te tengo preparado un cafetito.
Esta vez el gas no duró más que una
semana. Los quemadores de la cocina estaban encendidos constantemente con ollas
de agua hirviendo.
-¿qué hacen esas cazuelas al fuego sin
nada dentro?
Preguntó sorprendido Tomás el día que le
tocó descanso.
- Nada, mi amor, son para contrarrestar
la sequedad del ambiente. Sale más barato que comprar un humidificador.
Purita tuvo que repetir dos veces la
petición del suministro al distribuidor. Esta vez no solo le temblaban las
piernas, sino también la voz: Calle de la Esperanza, nº 2 – 4º izq. Pronunció
al fin entre suspiros entrecortados.
Estaba resuelta. Había llegado el
momento decisivo. Por fin se iba a convertir en adúltera. En esta ocasión
invitaría a Arcadio a sentarse un ratito en el sofá del salón. Purita había mullido
los cojines para que el muchacho se sintiera cómodo. Se imaginaba la escena.
Ella, tan delgadita, tan poca cosa, tan insignificante, en los fuertes brazos
de Arcadio. Llevaba puesta una bata anaranjada que se había comprado en el
mercadillo para que el chico no extrañara el color. Varias veces se asomó al
balcón impaciente. Y otras tantas se desabrochó provocativamente los primeros
botones de la bata.
Sonó el timbre de la puerta. Purita se
precipitó a abrir
-Pasa, Arcad…
-No señora. Yo soy Fulgencio. Al Arcadio
no lo verá usted más. Le echaron de la empresa porque se había “enrollao” con
una clienta y el marido amenazó con dar de baja el contrato.
En la cara de Fulgencio, picada de
viruela, asomó una sonrisa.
Purita, olvidada de sus espinillas, sonrió
también.
Tal vez fuese el comienzo de un apasionado adulterio.
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