miércoles, 11 de enero de 2017

EL HOMBRE SIN LÁGRIMAS


EL HOMBRE SIN LÁGRIMAS
2º premio XIV Certamen Villa de Mendavia

Al señor Gumersindo nunca le dijeron aquello de “los hombres no lloran”. 
Nunca. Jamás. 
Ni siquiera cuando atendía al diminutivo de “Sindín” y su perra, la Chola, apenas una cachorrita, murió atrapada en una trampa que un desaprensivo había colocado para cazar conejos. El chaval estuvo bregando con todas sus fuerzas para liberarla del cepo sin resultado alguno, y cuando corrió a la casa en busca de ayuda fue demasiado tarde. Pero nadie tuvo que decirle entonces “los hombres no lloran, Sindín”, porque el crío no soltó ni una lágrima. Quizá se lo impidiera una mano extraña que le retorció el estómago antes de que comenzara a vomitar. Por eso su abuela no le enjugó el llanto con la punta del delantal como solía hacer con los otros nietos cuando se caían en el corral, o cuando regresaban descalabrados después de haberse zurrado la badana con los otros chicos del pueblo, sino que entró en la cocina, atizó el fuego, preparó una manzanilla y se la dio a beber. 
Eso fue todo.

Y ahora el señor Gumersindo no sabe distinguir si el cosquilleo que siente en la nariz es el comienzo de una alergia primaveral o el preludio de unas lágrimas.
Los que le conocían desde la cuna no se sorprendieron cuando Sindo acompañó el féretro de los padres –primero el de la madre y un año después el del padre- sin señales de llanto en las mejillas. 
El rostro descompuesto, eso sí. La tez lívida, eso también. Pero los ojos secos como si un viento íntimo y sediento hubiera absorbido las lágrimas antes de que afloraran a los ojos.
Tras el último de los entierros, Sindo regresó del cementerio y se sentó en el zaguán a cavilar si la muerte del padre no se debería a la tristeza y a la soledad. A esa suerte de orfandad y desamparo en que caen algunos hombres cuando la esposa fallece.

Y ahora el señor Gumersindo achaca a la rinitis (como llama el médico a ese picor en la nariz), la humedad que acaba de descubrir en sus ojos.
Tres años estuvo Gumersindo cuidando de Elvira. Tres años difíciles. Al principio Gumersindo no comprendía cómo era posible que su mujer siempre tan activa y dispuesta, pendiente de todo y de todos, con la casa resplandeciente como los soles, se hubiera sumido en una apatía que la llevó a abandonar los quehaceres diarios y a desentenderse de todo y de todos. ¿Y qué decir del cambio de su carácter? Elvira, que había sido la calma y la paz personificadas, siempre “templando gaitas”, como solía decir, para abortar las discusiones familiares antes de que se produjeran, se convirtió en un ser irascible y violento sin que Gumersindo pudiera concretar el momento de la transformación de su conducta.
Claro que eso no fue lo peor. Mal que bien Gumersindo se las apañaba para sortear sus cambios de humor. Aprendió a esquivar las situaciones que provocaban conflictos en el comportamiento de su mujer. Aprendió a soportar con paciencia sus imprevisibles estallidos de cólera. Aprendió a cocinar y a poner la lavadora, incluso a planchar. Así que, después de todo, su cambio de carácter no fue lo peor. Lo peor llegó después, cuando Elvira dejó de tener carácter, ni bueno ni malo, y le miraba con ojos ausentes sin reconocerlo. Desde entonces no volvió a gritarle porque olvidó su nombre, y el de los hijos, y el suyo propio. 
A nadie le extrañó, pues, que Gumersindo no llorara en el funeral de su mujer. “Dios le ha hecho mil bienes” – decían unos. “A él y a ella” -añadían otros.
Y ahora el señor Gumersindo saca un pañuelo de papel del bolsillo derecho de su pantalón y se limpia la moquita que le pinga de la nariz como una lágrima extraviada que hubiera errado el camino.

-¡Vamos, vamos! –lo animó Sor Virtudes- ¿A qué viene esa cara? ¿es que no está contento de volver a casa de su hijo?
El señor Gumersindo se encogió de hombros sin responder. No quiso contarle a la monja que total ¿para qué? La nuera volverá a decirle “salga a dar un paseo, abuelo” que es lo que le decía siempre cuando vivía con ellos, aunque él sabía que lo que verdaderamente quería decir era “quítese del medio de una puñetera vez”, antes de repanchingarse en el sofá a ver los cotilleos de la tele, hartándose de frutos secos mientras el marido se escornaba en la fábrica haciendo horas extra para tenerla a ella como a una reina.
Y el nieto… el nieto protestará porque le vuelvan a meter al abuelo en su dormitorio. Seguro.
-Escucha, padre- había dicho su hijo mirando al parquet del suelo- ya ves que la vivienda es pequeña y el chico está creciendo y… bueno, ya sabes cómo son los chavales de hoy en día, que quieren su intimidad y tener su propia habitación… y que nadie les estorbe cuando juegan con las videoconsolas …
-O sea, que soy un estorbo.
-No, no he querido decir eso, sino que los chicos no se concentran si hay alguien a su alrededor cuando…
-¿Cuándo estudian, quieres decir? Porque lo que es yo a Pablito nunca le he visto encima de los libros. Siempre enredando con el ordenador y los aparatos esos.
El hijo del señor Gumersindo siguió mirando al parquet como si en él estuvieran escritas las palabras que tenía que decir y no las pudiera descifrar bien a causa de los reflejos del sol que entraba por la ventana.
-Bueno, el caso es que Cari y yo hemos pensado que como tienes una buena pensión… pues.., eso… que las residencias de la tercera edad ya no son lo que eran y que allí estarás bien atendido.
Divinamente –había apostillado Cari.
Su nuera se llama Cari, Caridad. “Hay que joderse con el nombre –había pensado entonces el señor Gumersindo- pues si que le acertaron bien al bautizarla”.
El buen hombre preparó un par de trajes, varias camisas, algún jersey de lana y el abrigo Loden, que se conservaba casi como recién sacado de la tienda porque se lo había puesto en contadas ocasiones. Metió las zapatillas de paño y un par de zapatos, junto con los calcetines, en una bolsa de deporte que al nieto no le gustaba porque no era de marca.
Tomó su maleta y salió de la casa con dignidad. Sin una queja. Con las mejillas secas. Sintiendo la mano extraña estrujándole el estómago como cuando era un crío y le llamaban “Sindín”. Tenía ganas de vomitar, pero se aguantó. Esa vez nadie iba a prepararle una manzanilla.

Y ahora el señor Gumersindo contempla asombrado las lágrimas de Leocadio, su compañero de habitación, que le pasa el brazo por los hombros y le dice con voz entrecortada “te echaré de menos, Gumersindo”
El señor Gumersindo está esperando con la maleta en la mano a que su hijo venga a recogerle. Ha vuelto a meter en ella todo lo que había traído consigo. Todo menos el Loden, que se lo ha regalado a Leocadio “para que tengas un recuerdo”.
El piso sigue siendo pequeño. Parece más reducido aún porque han pasado cinco años largos desde que se fue a la residencia, y en ese tiempo Pablito ha crecido mucho. Un chicarrón es ya. Menudo estirón ha pegado.
Al contrario que el sofá de la sala, que se diría que ha encogido. O a lo mejor es que ahora son muchos a sentarse en él, porque también su hijo se deja caer exhausto entre los cojines cuando vuelve cansado de hacer cola a las puertas del Inem.
Hoy su nuera Cari, Caridad, no le ha dicho aquello de "vaya a dar un paseo, abuelo”. Hace mucho tiempo que no se lo dice. Pero no ha sido necesario. El señor Gumersindo se ha puesto una chaqueta y ha gritado desde la puerta “bajo a dar un paseo por el parque”. Ya en la calle se ha dirigido a la caja de ahorros a ver si le habían ingresado la pensión. A su regreso se la ha entregado a Cari, como todos los meses desde que ha vuelto a vivir con ellos. Y también como todos los meses su nuera le ha abrazado muy fuerte y él ha creído tener lluvia en las mejillas mojadas.

Y ahora el señor Gumersindo se toca la cara, seguro ya de que la humedad que recoge con la punta de sus dedos no se debe a la rinitis alérgica.
Sin embargo, aún no ha aprendido a diferenciar sus propias lágrimas de las lágrimas de su nuera, y todo se le confunde en un único y benéfico llanto.

viernes, 6 de enero de 2017

LAS ADÚLTERAS

PURITA       


Purita siempre quiso ser adúltera. Era una obsesión que la había perseguido desde muy chica. La culpa, como de costumbre, la tuvieron las malas lecturas. Y es que Purita se aficionó muy pronto a leer. Desde que supo unir unas letras con otras y formar sílabas que ella paladeaba como otros niños paladeaban las piruletas de caramelo, supo que era en la palabra escrita donde estaba la verdad.
Y de nada valían los consejos de la abuela
-Chacha, para ya de leer que te vas a dejar los ojos en los papeles.
Ni las recriminaciones de su madre:
-Purita, acaba de una vez y apaga la lámpara que nos vas a arruinar con la factura de la luz.
Ni siquiera le hacían mella los consejos del confesor:
-Mira Pura, los libros en general son causa de la perdición de algunas muchachas. No digo yo que no leas, eso no, pero limítate a lecturas piadosas, el santo Evangelio, por ejemplo, o mejor aún la vida edificante de las santas y mártires de nuestro santoral. En ellas hallarás la pauta para tu comportamiento.
Pero nada de esto consiguió cambiar su determinación.
¡Claro que las lecturas invitaban a transitar por caminos desconocidos y peligrosos! Ella presintió el abismo desde el momento mismo en que a los cinco años leyó el prospecto de un preparado farmacéutico para la tos: para niños y adúlteros rezaban las indicaciones. Titubeó un poco al pronunciar la palabra adúlteros. Era muy pequeña para conocer ciertos vocablos y mucho menos su significado.
-Mamá quiero ser adúltera para tomar una cucharada grande del jarabe.
Y es que el jarabe tenía un gusto delicioso. Sabía a fresa con un regustillo suave a limón que a Purita le encantaba. Nadie hubiera creído que se trataba de una medicina. Por eso cuando leyó que a los adúlteros se les recomendaba una cucharada sopera en lugar de la pequeñita de postre que le daban a ella tres veces al día, deseó con toda su alma convertirse en adúltera.
-No, cariño, no se pronuncia así. Se dice adulto. A ver, repite conmigo: A-dul-to. A-dul-to.
Purita no se dio por enterada. Miró a su madre con la desconfianza que muestran los niños avispados cuando intuyen que los mayores les engañan para privarles de algún capricho.
-A-dúl-te-ro. A-dúl-te-ro.  Insistió contumaz.
Su madre la dejó por imposible y la cuestión pasó a ser una anécdota graciosa que invariablemente alguien sacaba a colación en las celebraciones familiares.
Pero a pesar de su determinación Purita no lo tenía fácil. Cuando se convirtió en una jovencita se miraba al espejo con desconsuelo. No era agraciada, por decirlo de un modo suave. Pensó que después de la adolescencia los granitos del acné desaparecerían para dar paso a un cutis transparente y luminoso, pero no fue así. Su piel era áspera y basta, llena de espinillas con sus cabecitas negras asomando por los poros abiertos que había dejado el acné.
Y para ser adúltera lo primero que necesitaba era casarse, después…
“…después, Dios dirá”.
Le dio el “sí” a Tomás ante el altar de la parroquia con el temblor propio de cualquier novia.
Tomás era maquinista de la Renfe y viajaba mucho por eso había aceptado su proposición de matrimonio. Bueno, por eso y porque fue el único que se lo pidió.
“una ventaja”, pensó Purita.
Como buena ama de casa se dedicó a colgar cortinas en las ventanas y a esperar la oportunidad de convertirse en adúltera. Sin embargo los días transcurrían monótonos sin visos de que nada extraordinario fuera a suceder.
“No hay nada escrito. El destino se lo traza una misma”, se dijo
El destino de Purita vestía mono azul de trabajo y lucía una protuberancia color naranja sobre el hombro izquierdo.
A Purita le dio por pensar que los cuatro pisos que subía Arcadio con la bombona de butano al hombro eran una muestra irrefutable del interés que manifestaba por ella. Y, claro, lo normal era que ella se mostrara también amable.
-Siéntate un momento, Arcadio, que debes de estar muerto después de subir tantas escaleras.
Arcadio era un mocetón alto y fuerte que no estaba agotado en absoluto, pero se sentó unos minutos mirándola con curiosidad.
Purita pasó las dos semanas siguientes esperando con ansia a que se acabara el gas y cuando telefoneó al distribuidor las piernas le temblaban de emoción.
Llegó Arcadio con su bombona al hombro. La bombona relucía como recién pintada. Se notaba a la legua que era nueva. A Purita le pareció todo un detalle que Arcadio se hubiera molestado en escogerla expresamente para ella.
-Pasa, Arcadio, siéntate un momento que te tengo preparado un cafetito.
Esta vez el gas no duró más que una semana. Los quemadores de la cocina estaban encendidos constantemente con ollas de agua hirviendo.
-¿qué hacen esas cazuelas al fuego sin nada dentro?
Preguntó sorprendido Tomás el día que le tocó descanso.
- Nada, mi amor, son para contrarrestar la sequedad del ambiente. Sale más barato que comprar un humidificador.
Purita tuvo que repetir dos veces la petición del suministro al distribuidor. Esta vez no solo le temblaban las piernas, sino también la voz: Calle de la Esperanza, nº 2 – 4º izq. Pronunció al fin entre suspiros entrecortados.
Estaba resuelta. Había llegado el momento decisivo. Por fin se iba a convertir en adúltera. En esta ocasión invitaría a Arcadio a sentarse un ratito en el sofá del salón. Purita había mullido los cojines para que el muchacho se sintiera cómodo. Se imaginaba la escena. Ella, tan delgadita, tan poca cosa, tan insignificante, en los fuertes brazos de Arcadio. Llevaba puesta una bata anaranjada que se había comprado en el mercadillo para que el chico no extrañara el color. Varias veces se asomó al balcón impaciente. Y otras tantas se desabrochó provocativamente los primeros botones de la bata.
Sonó el timbre de la puerta. Purita se precipitó a abrir
-Pasa, Arcad…
-No señora. Yo soy Fulgencio. Al Arcadio no lo verá usted más. Le echaron de la empresa porque se había “enrollao” con una clienta y el marido amenazó con dar de baja el contrato.
En la cara de Fulgencio, picada de viruela, asomó una sonrisa.
Purita, olvidada de sus espinillas, sonrió también.
Tal vez fuese el comienzo de un apasionado adulterio.