Creo que debería cambiar el nombre de mi blog y titularlo: RÍO GUADIANA, de este modo podría justificar las largas ausencias seguidas de apariciones súbitas.
En esta ocasión, ha sido mi amiga CHARO ACERA quien me ha rescatado de la inanición, así que es a ella a quien se debe este resurgimiento. Gracias, Charo.
Hace sólo unos días recibí el libro que recoge los relatos ganadores y seleccionados en el X CONCURSO LITERARIO "GONZALO ROJAS PIZARRO", de Chile. Está editado por el Club de Amigos de la Biblioteca de Lebu, y en él se incluye mi relato
CENA
DE OTOÑO
Ella no era la criada de Vermeer. Ni siquiera sabía quién era Vermeer.
Lo ignoraba todo acerca del
pintor holandés y de la muchacha que cada mañana, antes de que el maestro se
despertara, acudía a su taller para prepararle las pinturas, distribuyéndolas como
si un instinto especial, una suerte de habilidad innata guiara su mano para ordenar
los colores con inusitada sensibilidad
Y cada día, al entrar en el
estudio, Vermeer se sorprendía de la hermosura del cromatismo extendido sobre su
mesa de trabajo. Los colores parecían obedecer a un canon secreto y armonioso.
Se diría que la criada hubiera penetrado en su mente y se hubiera anticipado a
sus proyectos como si ambos compartieran un mismo ideal de belleza, un mismo
sueño pictórico.
No. Ella no era la criada de Vermeer,
pero al igual que hiciera la muchacha del pintor, estudiaba con detenimiento
los colores y las texturas de frutas y verduras.
Estaba preocupaba por la preparación del menú,
por la selección de los platos que debería elaborar esa noche para un invitado
de excepción. A decir verdad, cualquier convidado podría haber sido considerado
excepcional ya que nunca, nunca, nunca, en sus casi cincuenta años de vida,
había acudido un hombre a su casa.
Bueno, eso no era del todo
cierto. Había entrado una vez el fontanero cuando se rompió la tubería del
lavabo y la vecina del tercero había subido hecha una furia a quejarse; y cada
cuatro años llamaba a su puerta el inspector del gas. Pero a eso no se le podía
calificar como visitas masculinas. Eran empleados. Nada más.
De cualquier modo este de hoy era un hombre
realmente muy especial.
La mujer comenzó a sacar de la
cesta de mimbre frutas y hortalizas, y las fue colocando ordenadamente sobre la
mesa. Primero los pimientos, que estiraban curiosos sus morros puntiagudos.
Reunió en el centro las
verduras: lechuga, brócoli, espinacas, acelgas...
La lombarda (mortificada no se
sabe bien por qué culpa) se recogía austera en sus hojas moradas, mientras que
las berenjenas, charoladas como zapatos de fiesta, la ignoraban y pretendían, a
su vez, rivalizar con el orgullo amarillo de los limones…
Luego cogió los tomates y a su
lado puso los corazones rojos de las fresas. Ante la presencia de las fresas se
enjugó una lágrima ya que le hicieron recordar el paseo del día anterior por el
campo, -él y ella- tomados de la mano con una timidez inadecuada de adolescentes
en una tarde otoñal que ella hubiese querido eterna.
Abrió el frigorífico. Sí, allí estaban las
moras que habían arrancado de las zarzas a la vera del camino (él se había
arañado la piel al intentar cogerlas); y unos cuantos berros crecidos al pie de
un manantial. Volvió con ellos a la mesa y los situó en un lugar preferente.
Terminó de vaciar la cesta y un aroma nuevo vino a sumarse a la serie de olores
que pugnaban entre sí por dominar el conjunto.
Las recién llegadas, orondas y
fragantes, reinaron de inmediato. El penetrante perfume de las naranjas la
sumió en pretéritos y nunca cumplidos sueños de azahar.
Se obligó a despertar.
“El” no tardaría en llegar y ella aún no sabía
cómo combinar aquella variedad de sabores, colores y texturas. De pronto tomó
una decisión: No los alteraría. Ningún condimento, ninguna salsa que
enmascarara su auténtica esencia. La comida sería primitiva y frugal. Ya
llegaría un tiempo (si es que llegaba) de cocinar platos más sofisticados. Lo
importante hoy era superar el reto que ella misma, temerariamente, se había
impuesto.
Sonó al fin el timbre. Un
hombre. Una vacilación. Un titubeo...
Ella le condujo al salón.
Le preparó un vermouth con una
rodaja de limón asomada al borde del vaso como un pequeño sol naciente, pero
antes de ofrecérselo retiró el limón y se lo puso en la boca.
-¿Qué sientes?
-Siento el escalofrío del
amanecer.
-Eso es amarillo
Cuando se sentaron a la mesa
del comedor ya los berros estaban dispuestos en el plato. Esperó a que “él” los
probara.
-¿Qué te parece?
-Mezclan el aroma de la hierba
húmeda con el rumor del agua.
-Eso es verde
A continuación le pasó un
puñado de las moras que ambos habían recolectado. Sus insignificantes granitos
se le clavaron en las encías y le lastimaron como cilicios minúsculos.
-Así es el color de la
penitencia y la expiación: morado –le explicó.
Él sonrió con una ternura
agradecida.
La tarde anterior le había
dicho:
“Puedo sentir el frío y el
calor. Recorrer la aspereza o la lisura de los objetos con la yema de mis
dedos. Figurarme la forma de una montaña agigantando con la imaginación un
pequeño montículo de arena formado por mis manos... Pero los colores... ¿Cómo
percibir los colores...? ¿Qué se oculta tras la palabra azul, o rojo, o verde
para un ciego...?”
Ella, en un arrebato irreflexivo, le aseguró
que le enseñaría a descubrir los colores, a diferenciarlos, a sentirlos y a
gozar de su significado. Por eso había ideado aquella cena absurda de la que,
estaba segura, pendía su felicidad.
Aún no se explicaba aquel
impulso incontrolado, aquella decisión súbita de invitarle a su propia casa, a
una cena íntima que ella misma le prepararía.
La soledad, en ocasiones, se
resuelve en audacia.
Peló una naranja y se la
entregó.
-¿Qué te recuerda?
-La plenitud de un cuerpo
tendido al sol en la playa.
(Ella pensó que tal vez era
una suerte que él no pudiera mirarla y observar en su cuerpo los estragos del
tiempo).
-Es naranja –le dijo.
Finalmente guió su mano y le
hizo tomar una fresa del plato de cristal.
La paladeó en silencio.
-¿Y...?
Él continuó callado,
demorándose en aquel sabor agridulce.
-¿Y...?
-Aúna la dulzura de mi madre
con la amargura de ser ciego y no haber podido corresponder a sus miradas.
-Tienes razón. En el color
rojo se funden el amor y el dolor.
Enmudecieron los dos, cada
cual evocando pasiones y desengaños sufridos en soledad.
Al cabo, “él” rompió su mutismo.
-Pero...azul...azul... ¿qué es
azul...?
Ella miró desolada a su
alrededor. Toda la noche había estado temiendo esa pregunta.
-¿Azul...? ¿Me preguntas qué
es azul...?
Se inclinó y le besó con pasión en la boca.
-Esto es azul.
Hubo un temblor. O a ella se
lo pareció. Aunque muy bien podría deberse al parpadeo de las velas encendidas
que el hombre no podía percibir. Para él, las velas, las luces, los soles
todos, habían permanecido siempre apagados en la negrura de la ceguera.
...-¡Azul...! ¡Azul...!
¡Si esto es azul...no puede existir un color más hermoso!
A tientas buscó el cuerpo de ella y súbitamente quedó
deslumbrado.