FLOR DE ESCARCHA
Yo antes vivía en Madrid, en el barrio de Moratalaz. Desde siempre. Desde que nací
una mañana de mayo y mi papá se puso como loco a abrazar a mi mamá y a llenarle la cara de besos mientras aseguraba que no había otro bebé más guapo en mil
leguas a la redonda. Lo se porque se lo oí contar a los dos cientos de veces.
Nos
hizo muchas fotografías y vídeos a mi mamá y a mí. Yo no era más que una carita
arrugada, (lo he visto en el álbum de fotos y en los vídeos), pero mi madre está
preciosa, con una sonrisa feliz y unos ojos grandes, muy grandes, de un color
gris o azul clarito que me miran embobada.
Pero
de eso hace ya nueve años.
Después,
a medida que yo crecía, los ojos de mi mamá se fueron haciendo más oscuros y
más pequeños, como si quisiera cerrarlos del todo para no ver el mundo. Y casi
no me acuerdo de cómo era su sonrisa de entonces. Como si su sonrisa se hubiera
quedado atrás, al igual que la ciudad, y el colegio, y las amigas.
O
como ha quedado papá, al que hace más de tres años que no veo.
Al
terminar segundo de primaria me trajeron a vivir con mis abuelos aquí, a este
pueblo que no es muy grande pero tampoco muy pequeño, que tiene jardines y una
avenida con árboles a lo largo del río, adonde mis abuelos, desde el momento que
llegué, me prohibieron ir cuando ya ha anochecido.
Ahora
es sólo la abuela la que repite: “a la
Alameda, ni acercarte, ¿estamos…?”, una bobada me parece a mí porque por
allí no hay nadie. Si acaso alguna mujer sola que pasea balanceando su bolso, o
algún hombre también solo que camina con
las manos en los bolsillos del pantalón.
Pero como no quiero disgustarla, pues ni
siquiera se me ocurre asomarme por allí.
Me
encanta el nombre de este pueblo: Flor de Almendro. No me negareis que no es
precioso. Aunque no sé porque se llama así, la verdad, porque yo no he visto
nunca ningún almendro, ni en los jardines, ni en los huertos, ni en el monte
cercano. Además aquí hace tanto frío que
las flores se morirían, y a mí no me
gusta pensar en flores muertas, con pétalos congelados como si fueran de
cristal y pudieran romperse de un momento a otro, porque entonces al pueblo habría que nombrarlo
de otro modo, algo parecido a Flor de Hielo o a lo mejor Flor de Escarcha.
Tampoco
quiero pensar mucho en la muerte. Odio a la muerte porque nos quita a los que
más queremos, como le pasó a la abuela. “Se
lo llevó la muerte. En un momento. Casi sin sentir” explicaba a los que
vinieron a darle el pésame hace sólo tres meses, cuando el abuelo murió de un
ataque al corazón. Se diría que está celosa. Como si la muerte se lo hubiera
llevado del brazo igual que una novia, “se
lo llevó la muerte…”
A
mí me da mucha pena de la abuela, por eso procuro portarme bien. Yo sé que hoy
está más triste que otros días y es porque esta noche llegará mi madre a
buscarme y mañana nos iremos las dos de compras a Madrid. “¡Qué ganas moveros! murmura entre dientes.- como si ahí al lado, en León, no hubiera nada que
comprar”,
Y
no es que la abuela sea mala, pero no le gusta que yo vuelva a Moratalaz, ya ves
tú, otra bobada, como lo de la Alameda. Pero mi madre le contestó que para un
“puente” que tenía libre lo quería aprovechar para que lo pasáramos juntas en
Madrid y yo volviera a ver a mis “compis” del Sánchez de Vicuña.
Mi
madre es enfermera y trabaja en un hospital. Creo que es por eso que me trajeron
a vivir con los abuelos en Flor de Almendro, porque ella no me podía cuidar con
todo ese lío de los turnos, que si una semana por la tarde, que otra por la
noche, otra por la mañana, y vuelta a empezar. Y además hace muchas guardias para
ganar más dinero, porque dice que mi padre ha dejado de pasarnos la pensión.
Mi
abuela me está tejiendo un gorro de lana con unos dibujos que parecen cristales
de nieve, y es que en este pueblo todo tiene que ver con la nieve. La verdad es
que mi abuela se pasa el día con las agujas de hacer punto en la mano.
-Para
no pensar, hija, para distraerme y no pensar – dice
Y
de distraída nada, que yo bien la veo concentrada: tres puntos del derecho,
echo hebra, dos puntos juntos del revés... ¡Uf, qué lío! Con lo fácil que es ir
a comprarlo.
-Cuando
vuelvas de Madrid, seguro que ya lo tengo terminado. No me falta más que
hacerle el pompón, ¿Cómo lo quieres, de uno color solo o de varios colores?
-Como
prefieras tú, abuela.
Le
contesté, porque sabía que al final, dijera yo lo que dijera, terminaría haciéndolo
de todos los colores que aparecían en el gorro.
Aquella
noche mi madre durmió en el pueblo. Conmigo. En la misma habitación y la misma
cama que habían sido suyas desde pequeña.
Dormí
abrazada a su cuerpo con mi mejilla apoyada en su pecho, notando su calor. Yo
estaba contenta y feliz de sentirla a mi lado, pero de repente comencé a
tiritar
-¿qué
te ocurre, Alba?, ¿tienes fiebre?
-No,
no. No me pasa nada, de veras, yo creo que ha sido un escalofrío.
Y
me apreté más contra ella.
Claro
que no tenía fiebre. Lo que tenía era miedo. Pero no un miedo de esta noche.
Era un miedo de otras noches. O el recuerdo del miedo. No sé explicarlo muy
bien. Me daba miedo pensar que aquí, en el pueblo, también iba a entrar papá en
el dormitorio dando voces, preguntando que qué hacía yo metida en la cama de mi
madre. Casi podía sentir el dolor como si me estuviera agarrando del brazo y me
empujara al pasillo.
Me
tapé los oídos con las manos para no escuchar el portazo, ni los golpes, ni el
llanto de mamá.
Pero
no escuché nada. Porque no hubo portazo, ni gritos, ni golpes y mamá me sonreía
mientras separaba mis manos de los oídos.
-Duérmete,
mi amor. No pasa nada.
A
la mañana siguiente, cuando entramos en la cocina, ya teníamos el desayuno
preparado encima de la mesa. Nos lo zampamos en un santiamén y nos metimos en
el coche camino de Madrid.
¡Qué
bien! Iba a encontrarme con mis amigas Patricia y Mamen que viven en nuestro
mismo bloque.
¡Qué raro se me hizo volver a entrar en mi
casa de siempre! Lo primero, encender la luz de la entrada, porque en el
pasillo no hay ninguna ventana, al contrario de lo que ocurre en la casa del
pueblo, que tiene una ventana larga, que ocupa casi toda la pared y mira al
corral.
Después,
ya en el salón, las cosas me parecían distintas, como si estuvieran colocadas
de otra manera. O a lo mejor era sólo que estaban ordenadas. Cada cosa en su
sitio. No había botes vacíos de cerveza sobre la mesita de cristal, ni hojas
sueltas del “Marca” esparcidas por el suelo. Ni deportivas debajo del sofá… Tampoco
estaba mi padre tumbado y en chándal con el mando de la televisión en una mano
y el “ducados” en la otra.
Al
mirar el sofá vacío casi me echo a llorar. Hacía mucho tiempo que no veía a mi
padre. Desde la noche en que vino la policía a casa porque los vecinos habían
llamado al 112 al oír los gritos de mamá.
Y
me parece que también mis gritos, aunque de eso no estoy muy segura.
-No
te quedes ahí parada –dijo mi madre desde la puerta.- Anda, vete poniendo la
mesa, que enseguida preparo algo y nos vamos al centro comercial.
Al
anochecer, regresamos cargadas de bolsas y paquetes. La mayoría eran regalos de
Navidad y Reyes. Mamá había adelantado las compras porque después no iba a tener
tiempo y total… yo ya sabía que los Reyes Magos eran los padres. Pero como a
las dos nos hacía mucha ilusión que los regalos estuvieran al pie del árbol el
día de Nochebuena, nos pasamos un buen rato envolviéndolos en papeles con
dibujos de abetos y trineos, y lazos de colores. Para la abuela habíamos
comprado un portarretratos de plata. Mamá le puso una fotografía en la que estábamos
el abuelo, la abuela y yo en un parque. Seguro, seguro, que la abuela se echaría
a llorar cuando lo viera.
-Mamá,
¿iremos mañana a patinar sobre hielo?
-Bueno.
Pero ya sabes que a mí se me da fatal y termino siempre en el suelo, ¡ no me
faltaba más que romperme una pierna, con la de guardias que me esperan estas
fiestas! así que mejor vas con Patricia y Mamen, ¿vale? Anda, baja un momento
mientras se hace la pizza en el horno a preguntarles si les apetece ir.
Mi
mamá es estupenda. Como sabe que en casa de la abuela no se come pizza jamás de
los jamases, siempre que estamos juntas compra una de jamón york y queso, que
son las que más me gustan.
Al
día siguiente nos llevó a las tres al Palacio del Hielo. A mi casi se me había
olvidado patinar, del tiempo que hacía que no practicaba, pero enseguida empecé
a hacerlo tan bien como mis amigas. Lo pasamos genial.
Por
la tarde mamá y yo nos quedamos en casa. A mí me daba gusto estar otra vez en
mi habitación, era casi como volver a ser pequeña, porque me puse a jugar con
mis muñecas.
Se
nos pasó el fin de semana sin sentir. Por la noche comenzó a nevar.
-¡Qué
fastidio! –comentó mi madre. ¡Mira que ponerse a nevar justamente ahora! ¡Pues vaya viajecito que nos espera! A ver si
con un poco de suerte por la mañana ya se ha ido la nieve.
Pero
la nieve no se fue y la calle estaba toda blanca cuando bajamos de casa para
coger el coche.
De
pronto vi a papá. ¡Qué alegría! Seguro que alguien le había avisado de que yo
estaba en Moratalaz y venía a verme.
-¡Mamá,
mamá! ¡Está ahí papá!
Eché
a correr hacia él con los brazos abiertos. ¡Qué ganas tenía de abrazarlo!
También
él corría.
Papá
me apartó de un empujón y siguió corriendo hacia mamá.
No
entiendo cómo pudo suceder. De pronto, la nieve comenzó a ponerse roja alrededor
de mi mamá caída en la acera.
No
sé qué más pasó.
Me
parece que estuve mucho rato sobre la nieve porque sentía un frío terrible por
todo el cuerpo, como si mis brazos y mis piernas fueran pétalos congelados y yo
misma una flor de escarcha.