sábado, 26 de noviembre de 2016


MUJER, NEGRA Y DE FAVELA
“¿Qué es esta oscuridad que se abalanza sobre mí?
¿qué es esta sombra que de repente apaga el sol?
¿de quién son los brazos que me atenazan brutalmente sobre la tierra apisonada de la chabola?
¿a quién pertenece este aliento hediondo, esta lengua pegajosa, esta saliva viscosa que ensucia mi boca?
¿de quién es el miembro que me atraviesa las entrañas como un río de fuego y piedras?
¿Cómo es que mi piel ha perdido, en la bestialidad de unos instantes, la fragancia de las naranjas y limones que vendo a los cariocas?
¿Cómo es que mi cuerpo, abandonado en el suelo, se duele de una fatiga que no ha sentido caminando por las calles de Río?”
Apenas unas horas antes había salido de la favela, como cada mañana. Y también, como cada mañana, se había detenido en el paseo de la playa de Botafogo a contemplar el mar.
“Por aquí llegamos – se dijo-. O mejor, por aquí nos trajeron. En barcos negreros”.
Mira a lo lejos queriendo descubrir la aldea de la que fueron arrancados, una tierra en la que una vez –según le cuentan los suyos- fueron libres. Pero el horizonte no es otra cosa que el beso del firmamento sobre el agua azul; no hay vestigios de otro continente. Tal vez todo haya sido un sueño de sus antepasados y nunca existió un poblado con palmeras que jugaban con el viento y las arenas, y con mujeres venturosas que reían y jugaban con la espuma de las olas.
Con la cesta de fruta a la cabeza, recorre la distancia hasta Rua Pinheiro Machado. Cinco kilómetros. ¿Qué son cinco kilómetros para unos pies descalzos...? Nada. No son nada porque el cansancio no cuenta si hay gentes con dinero que se detengan a comprar y depositen las monedas en su mano negra. Sin rozarla apenas, sin reparar en la pureza de sus ojos de azabache ni en la inocencia de la sonrisa que ilumina su candoroso rostro.
Cinco kilómetros no son nada si consigue deshacerse de toda su mercancía, si al final ya no le quedan naranjas ni limones por vender y puede perder unos minutos en el barrio de Las Laranjeiras contemplando el palacio Guanabara tan hermoso con sus torretas cubiertas de pizarra, con sus escaleras señoriales, donde dicen que vivió una princesa a la que llamaron “La Redentora” porque se empeñó en redimir a los negros de la esclavitud a la que les tenían sometidos los hombres blancos.
La niña se mira los pies descalzos y después observa fijamente los peldaños de la doble escalinata como si estuviera decidida a ascender por ellos, a penetrar en las lujosas estancias que su fantasía infantil no alcanza a imaginar.
Pero se ha hecho tarde. Apresura el paso hasta llegar a Chapeu Mangueira.
Siete años. Cuerpo de niña. Fragancia a limón. Piel de ébano inmaculado bajo el sol del mediodía.
Y de repente, el sol oscurecido. La piel arañada… El cuerpo invadido... Y un olor acre de macho salvaje que borra todo rastro de perfume.
La niña muere allí mismo doblegada por la violencia.
Y no obstante, de esta cópula brutal, de este coito infame, nacerá la mujer que va a ser. De la sangre de su sexo emergen, como brasas ardientes, la rebeldía, el coraje, la determinación, el impulso que dará un vuelco a su destino.
La humillación, la congoja, el desamparo sólo hallarán alivio con el alumbramiento de una mujer nueva, una mujer valiente que aborte el desconsuelo y engendre la esperanza.
El combate contra la fatalidad, contra la negrura del futuro comienza allí mismo, sobre la tierra removida que guarda todavía la huella y el olor de la violencia.
La lucha por una nueva existencia comienza ahora que la sombra del hombre ha desaparecido y el sol ha vuelto a iluminar el interior de la chabola.

No hay comentarios:

Publicar un comentario