miércoles, 9 de mayo de 2012

DESAYUNO SIN DIAMANTES

A veces es mejor no escuchar la radio
 si uno quiere desayunar en paz.

Ya me había sucedido otras veces. A decir verdad no muchas, afortunadamente. Sólo cuando me había acostado más temprano de lo habitual tras una cena frugal. El caso es que esta noche ocurrió de nuevo.
 Me desperté a las cinco de la mañana con una sensación de vacío en el estómago. O sea, por decirlo llanamente, con un hambre canina. Estaba a punto de levantarme de la cama y lanzarme a la cocina cuando, sin saber por qué se me vinieron a la cabeza las palabras de mi abuela hambre que espera hartura no es hambre pura, que era lo que siempre decía mientras yo apremiaba a mi madre para que me diera la cena. Mi abuela inválida era una especie de tótem sagrado instalado en su sillón de cretona floreada desde el cual dictaba órdenes y sentencias. Ella encarnaba la sabiduría y la experiencia que se atribuye a los ancestros, así que mi madre ignoraba mi petición como si yo no hubiera abierto la boca y continuaba planchando y doblando primorosamente  la ropa de toda la familia hasta que en el cesto de mimbre no quedaba ni un calcetín. Eran tiempos de percal y  batista, de algodón y popelín (palabra que me producía una risa incontenible). Nadie había inventado todavía la falacia de que la arruga es bella y los niños de entonces debíamos ir planchados y replanchados.
El caso es que al hilo de todos estos recuerdos se me ocurrió la malhadada idea de hacer la experiencia. Quise percibir en mi propio cuerpo lo que era hambre pura, de modo que comencé por imaginar que la nevera estaba vacía y que no encontraría nada en ella cuando la abriera. Mi estómago pareció responder al estímulo porque inmediatamente sentí una especie de mordisco en las entrañas. Pero aguanté el envite y permanecí  acostado resistiendo la tentación de correr pasillo adelante hasta la cocina. Claro que la cosa fue a peor cuando fantaseé con la idea de que no existían supermercados, ni una mísera tienda de barrio siquiera en mil kilómetros a la redonda. Mi estómago se encabritó de nuevo añadiendo coces dolorosas a sus mordiscos atroces.
No quise esperar más. Salté de la cama y me dirigí a la cocina como si hubiera de apagar fuego en ella. Me dispuse a prepararme el desayuno yo mismo, no era cosa de llamar a la criada a las cinco y cuarto de la mañana. (El reloj confirmó que había sufrido quince minutos de hambre pura).
El olorcillo que se desprendía del tostador del pan se complementaba a la perfección con el aroma del café. Unté las tostadas con abundante mantequilla aprovechando que mi mujer dormía y no me iba a dar la murga con la consabida cantinela el colesterol, Antonio. El médico te ha ordenado controlar el colesterol”. ¡A la mierda el colesterol! Extendí la mermelada de arándanos sobre las tostadas y me senté a desayunar.
Encendí la radio, más  para que me hiciera compañía que para enterarme de las noticias, que son las mismas a todas las horas. Entre bocado y bocado volví a escuchar por enésima vez  los comentarios sobre “idilio económico  Merkozy” que nos obliga a apretarnos el cinturón como si viviéramos en plena posguerra.
Tras un sorbo de café me reconcilié en cierta forma con los mandatarios bicéfalos y empecé  la segunda tostada (la enceté, hubiera dicho mi abuela, de estar viva).
En la radio, una cooperante de esas que no tienen otra cosa mejor que hacer y se meten en una ONG a ver si ligan con algún chalado como ellas, se puso a hablar no sé que cuernos de el Cuerno de Africa, de campamentos de refugiados en Kenia, de mujeres que llegaban extenuadas a ellos con los hijos aferrados a sus tetas resecas, de miles de niños muertos por la hambruna.
¡Qué bruta, la tía! pues ¿no nos acusa a la humanidad entera de genocidio por mirar hacia otro lado?
Ganas de joderme el desayuno que tenía la tía, porque salí disparado hacia el cuarto de baño y vomité.


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