Me miraste y florecí toda blanca de espumas y cantares como un almendro que estrenara su primera alborada. Fue un milagro de tu sombra gris y amarga.
Todos estos hijos, que llamo poemas, encontraron a la vez la primavera. Dejaron aquel sueño triste, aquella quietud de muerte de noviembre y salieron a la luz alegres, bulliciosos y rientes.
Como chiquillos locos se empujaban y corrían en revoltoso oleaje para asomarse a los acantilados de mi alma.
En ella habían dormido su noche fría, invernal y larga.
Hoy les deslumbra el resplandor de la mañana. Tímidos muestran sus manitas gordezuelas y blancas.
La madre habló en mí cuando les dije: “vamos, salid fuera. El sol está muy alto. Dorará de mies vuestros cabellos con palabras locas y hará correr vuestra sangre verde de esperanza”.
Confiados, salen con su paso vacilante y tierno dejándome multiplicada el alma porque cada día me nacen nuevos hijos bajo tu clara mirada.
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